Opinión
La foto forzada
Pablo Iglesias acumula una sucesión de esquinazos a la prensa. O, mejor dicho, escapadas ante la incómoda cuestión del «caso Dina», que lo tiene desencajado, por más que desde su entorno quiera negarse la mayor. En medio de tanta espantada pública, forzó este jueves un cierre de filas gubernamental con su figura encabezando como vicepresidente segundo la comisión delegada para la Agenda 2030. A la cita se sumaban desde la vicepresidenta de Transición Ecológica, Teresa Ribera, hasta otros ocho ministros, los de Asuntos Exteriores, Hacienda, Sanidad, Agricultura, Educación, Consumo, Turismo e Inclusión Social. De la instantánea pudieron sacarse algunas conclusiones. Ninguna de boca del protagonista, el arropado Iglesias, cuyo equipo se limitó a enviar al término del encuentro la nota de prensa correspondiente. La coalición no admite preguntas. Y eso que este Gobierno llegó alardeando de transparencia. Era la gran oportunidad de Iglesias para ofrecer explicaciones. Pero no ha lugar. Siente en la nuca el aliento del juez Manuel García-Castellón y abandonar el centro del escenario estos últimos días ha sido casi una confesión de zozobra. Ha quedado en evidencia su poca capacidad de reacción. El líder morado creyó hasta ahora que, como miembro del gabinete, podía hacer y deshacer a su antojo. Se ha equivocado. Esa misma foto con ministros del PSOE y de Podemos en la sede de su departamento venía precedida por el rechazo, primero, de María Jesús Montero a convertirse en su «intérprete», y luego por el silencio en su defensa del resto de la parte socialista del Gobierno ante el consabido robo y destrucción de la tarjeta de su antigua asesora y ante las filtraciones de los fiscales del caso a la abogada de Unidas Podemos. No hace falta ser un lince para sospechar que a Pablo Iglesias le ha sentado como un tiro que todos sus compañeros del Consejo de Ministros hayan apostado por mirar para otro lado e instalarse a la espera de acontecimientos. Y eso, por mucho que él insista en presentarse como una víctima del otrora comisario José Manuel Villarejo, el «mafioso» Villarejo según la nomenclatura de su partido, participe de un contubernio de la denominada «policía patriótica» en tiempos de Mariano Rajoy para acabar con él. Y a ver quién se atreve a desmontar esa película o, cuando menos, a desmentirla. Iglesias y sus fieles no tienen nunca demasiada finezza para sus puestas en escena. Lo suyo es el trazo grueso. Pero, el secretario general de Podemos no es víctima más que de sí mismo, de esa sensación de barra libre creyéndose inmune, viejo vicio arraigado en tantos políticos que se consideran intocables… hasta que dejan de serlo. Egos mal entendidos. Torres más altas han caído. Acostumbrado a irrumpir como caballo en cacharrería, Iglesias se ha convencido de que su sola condición de vicepresidente basta para que la Justicia se acomode a sus modos y costumbres. Y como le fue tan fácil pasar a cuchillo a sus adversarios de partido, parece dispuesto a caer en la tentación de quitarse de encima al juez García-Castellón hurgando incluso en la instrucción del caso Lezo. Demasiado burdo, efectivamente. Pero va en su ADN que los demás acepten sus reglas so pena de romper el tablero. No tiene término medio. La facción socialista del Gobierno de Sánchez se traga sin rechistar la vergüenza del espectáculo. Así lo reconocen en privado. Confían en que el cáliz pase cuanto antes. Más aún cuando el presidente del Gobierno ha determinado que la coalición está «soldada» y «consolidada» para toda la Legislatura.
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