Opinión

Obsolescencias

La pandemia, aparte de habernos arrojado contra las cuerdas de la historia, ha funcionado como un acelerador imprevisto que ha convertido en herrumbre objetos del horizonte diario, como las fuentes de los parques, que ya ni dan agua

El hombre comenzó a independizarse de la naturaleza con el calendario y los relojes, o sea, con la conquista del tiempo, que fue la manera de reducirlo a una medida más cuantificable y humana. Aunque no lo expresaran con palabras, los primitivos tuvieron ya la intuición genial de que la única manera de aprehender el universo, es reducirlo a una escala propia, algo así como besar a la chica de tus sueños para liberarse uno de las redes de cualquier deificación romántica. Para eso, o sea, para empequeñecer lo que es inabarcable y nos desborda, nos sacamos de la chistera las matemáticas, la astronomía, la física, la lógica, la filosofía y todo ese cóctel que representan las potencias de la inteligencia. Desde que definimos el infinito, pues resulta que ya no es tan infinito y además nos encoje menos el alma, como que ha perdido magnitud y nos resulta no solo mensurable, sino manejable y hasta ya casi tan cinematográfico como una película de Nolan.

Pero aquí existe una dimensión, que son las épocas, las eras, que todavía son algo inaprensible por los almanaques y que escapa a esa clepsidra rapaz que suele ser el segundero, porque sobrevienen más abstractas y algo más transversales para el cronómetro y el calendario. Un transcurrir que generalmente vamos percibiendo por ese coro de obsolescencias y caducidades que van cercándonos con las tumultuosidades de los años. Se nace en una modernidad y se muere en otra distinta, mal que pese, y en el camino lo que va quedando, aparte del resuello, es una hojarasca de progresos y progresías amortizadas, como liquidadas o en rebajas, igual que los bañadores en septiembre o el eurocomunismo de los ochenta.

La pandemia, aparte de habernos arrojado contra las cuerdas de la historia, ha funcionado como un acelerador imprevisto que ha convertido en herrumbre objetos del horizonte diario, como las fuentes de los parques, que ya ni dan agua. Aquí van desapareciendo cosas que todos dábamos por descontado que permanecerían entre nosotros solo por el hecho de habernos acostumbrado a ellas. Los desvanes y trasteros dan testimonio de esos adelantos de antes que han quedado antiguos, como vídeos, consolas de juegos, cedés y ordenadores de esos que antes apuntaban una revolución y hoy solo son fósiles de su propio futuro.

Probablemente ya no volvamos a manejar las cartas de los restaurantes (que, en algunos establecimientos se parecen más a un diccionario de inglés que a un menú) y que, gracias al móvil, se han demostrado prescindibles. Aunque no lo hayamos previsto, probablemente se desvanezcan de manera sutil igual que lo han hecho anteriormente las aceiteras, los servilleteros y los palilleros, que siempre representaron el «antiglamur» y una casticidad de la que solo se acuerdan los nostálgicos que frecuentan las tascas de barrio. En parecida tesitura andan los bufés de los hoteles, y a saber si regresarán, porque esto del virus amenaza con habernos tornado más escrupulosos y prudentes, los cromos o los billetes, que ya lo tenían crudo con lo digital, resbalan por la misma pendiente. El único objeto al que se le augura la muerte desde hace tiempo, y aún perdura, es el libro, que será de papel, pero tiene la contundencia de un martillo.