Hospitales
Y es imperdonable
Se pregunta si esta altura que siguen demostrando a pie de calle los que curan y alivian, merece el desastre de organización que trasciende desde lo más alto, en Bruselas, hasta lo más cercano
Amalia no había estado nunca en Valdebebas. Le sonaba de la radio o de la tele, de los entrenamientos del Madrid que tiene allí una especie de ciudad deportiva que es más de lo primero que de lo segundo. Ella es del Atleti, y, por gusto, hubiera preferido vacunarse en el Metropolitano, pero le tocó en el Isabel Zendal, allí en Valdebebas. No sabía que para llegar al hospital, tenía que dejar a la derecha ese complejo madridista de línea moderna y discreto orgullo: apenas se nota, pero desde cualquier lugar que mires la instalación se ve el escudo o el logo del club blanco. Salvada esa inesperada frontera, Amalia se topa pronto con los carteles indicadores del centro de vacunación. Rodean el edificio, es imposible perderse. Le ofrece esa imagen una primera impresión de organización. En la siguiente esquina, campo abajo -los alrededores del hospital son aún una promesa de barrio a urbanizar- se divisa una pequeña concentración de personas alrededor de un tenderete de lona azul. Según se aproxima, se le revela una especie de check point charly casero y amable en el que una joven separa a los llamados a vacunarse de las personas que les acompañan. Ya aislados, unos metros más abajo, un guardia de seguridad chequea el mensaje que le llegó por sms para convocarle a la vacuna, y le indica la puerta del hospital por la que tiene que entrar. Todo está organizado con precisión, limpio y rápido, en el sentido más amplio del término. Solo escucha un reproche -leve, casi cariñoso, eso sí- de una de las jóvenes que organizan el tráfico de vacunados en el interior del centro médico: no vengan ustedes antes de su hora porque entonces nos rompen el orden y dificultan el proceso. Sin detenerse en ningún momento, Amalia se encuentra en apenas unos segundos sentada en una silla a cuya izquierda hay gasas, material sanitario y, extendidas, cuatro o cinco jeringuillas rellenas de lo que supone es la vacuna que le van a inocular. Detrás, en una caja, puede leer AstraZeneca. En ese momento se da cuenta de que en el fondo estaba esperando haberse equivocado y que la suya fuera a ser otra. Pero no, es la británica. Apenas han pasado cinco o seis minutos desde que dejó a su izquierda la Ciudad del Real Madrid y ya está sentada para vacunarse. ¿Qué brazo prefiere?, le pregunta la enfermera. Me da igual, donde usted quiera. Hay poca gente, ¿no?, pregunta ella. La respuesta de la sanitaria -puede intuir un gesto de desagrado tras la mascarilla- es que se está metiendo miedo al personal, y, claro, así pasa lo que pasa. ¿No es entonces por haber subido la edad de vacunación a 60? No, para nada, le contesta, ya ayer se notó que había venido menos de la mitad. Se está dando información muy peligrosa. ¿Quién?, quiere saber Amalia, ¿los medios? Qué va, responde la enfermera segura mientras le hace un gesto para que se levante la manga del brazo izquierdo, es eso de decir un día una cosa y otro otra, una mañana los de menos de 50 y luego los de más de 60, dejar a medias a gente con vacunas, no saber qué va a pasar con los que tienen una primera pero ahora no recibirán la segunda. Es un lío, créame, señora, un lío. La inyección no le duele, y tras pasar por el registro donde se anota su vacunación y se le cita para dentro de 10 o 12 semanas -ya le avisaremos- permanece durante unos minutos, por si hay reacción adversa, junto a unos sillones habilitados para eso. No ve preocupación en las caras, quizá solo cansancio. Pasados unos minutos, se levanta y sale del Zendal por otra puerta, con la misma sensación de organización, rapidez y limpieza con que entró. Sólo le duelen un poco las piernas, pero lo atribuye a los nervios.
Se siente bien, como liberada. Y, desde luego, agradecida a los sanitarios que están vacunando y a quien corresponda por la organización de lo que acaba de vivir. Se pregunta si esta altura que siguen demostrando a pie de calle los que curan y alivian, merece el desastre de organización que trasciende desde lo más alto, en Bruselas, hasta lo más cercano, la disputa política con la Covid como arma arrojadiza. La vacuna es la solución, pero los gestores de lo público están dispuestos a convertirlo en el problema: la indecisión, la falta de criterios unitarios, la escasa vocación de coordinar si ello beneficia al adversario, son miserias que soporta el proceso y no merecen ni el público ni los sanitarios. Mientras Bruselas siga navegando en la incertidumbre y la falta de liderazgo y en España cada cual vaya a lo suyo con las vacunas, Amalia seguirá pensando que el personal de salud está muy por encima de quienes gestionan su día a día. Y, desde luego, mantendrá su convicción en que la culpa de que se haya frenado en Madrid a la mitad el ritmo de vacunas en este momento crucial no es ni de los ciudadanos ni de sus sanitarios. Es de más arriba, y es imperdonable.
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