Jorge Vilches

La República no fue una democracia

Pedro Sánchez es presidente de una monarquía parlamentaria que ha facilitado la vida a los españoles durante más de cuarenta años. A pesar de eso, ha reivindicado en el Congreso la Segunda República como «vínculo luminoso de nuestro mejor pasado». Fue todo lo contrario. Hoy solo puede ser ejemplo de lo que jamás deben promover unos dirigentes políticos, y de cómo se pierde un país. La idealización de la Segunda República, esconder sus errores o culpar solo a los golpistas del 36, ha llevado al resurgimiento de un republicanismo tan nefasto como el del siglo pasado.

Es muy difícil ser republicano sensato en España por dos razones al menos. La primera es que Felipe VI está cumpliendo a la perfección con sus funciones constitucionales, y con el ejemplo de su vida privada. Se hace difícil encontrar un parangón entre los monarcas de los últimos doscientos años. Sería una estupidez dar un giro republicano en España para dar contenido a un pobre programa electoral u ocultar la corrupción o la negligencia propia, y dilapidar así uno de los legados de la Transición: Felipe VI.

La segunda razón estriba en los políticos y partidos que defienden hoy la República. Son los socialistas radicales, podemitas, comunistas e independentistas, con discursos de enfrentamiento y ruptura, contrarios a la libertad y al pluralismo. En muchos casos son totalitarios que esconden su proyecto tras el recuerdo del régimen de 1931.

El alegato de la Segunda República supone una contradicción o una irresponsabilidad. No fue una democracia, solo el sueño de unos ingenieros sociales que metieron al país en una pesadilla. No es de recibo democrático defender a políticos como Largo Caballero o Pasionaria, que despreciaron los derechos humanos, soñaban con una dictadura, instrumentalizaron la república, y predicaron la guerra civil. Es tan significativo como no desmarcarse de los golpes de 1934 o de 1936. La continuidad que estos republicanos que dan a la Segunda República y a la Guerra Civil es lógica: los miembros más poderosos del Frente Popular necesitaban el conflicto para imponer una dictadura que hiciera una revolución. No trataron de defender la República frente al golpe del 36, sino que compitieron por imponerse unos sobre otros. De ahí la guerra entre anarquistas, estalinistas, trotskistas y socialistas, que desembocó en miles de muertos en Cataluña, y el golpe de Casado y Besteiro contra Negrín en 1939.

La Segunda República supuso que un Gobierno Provisional que nadie había elegido impusiera una forma de Estado, con un Estatuto y una Ley de Defensa que permitió su arbitrariedad hasta 1933. Hubo cierre de periódicos, prohibición de los monárquicos, permisividad con el anticlericalismo, estados de alarma, sitio y guerra continuos hasta que en octubre de 1934 la izquierda se levantó contra el Gobierno de la República porque legalmente perdieron el poder.

No respetaron la esencia de una democracia plural, ni defendieron las costumbres públicas democráticas, sino el exclusivismo, la patrimonialización de la República y la justificación de la violencia. Largo Caballero dijo en «El Socialista» el 24 de septiembre de 1933: «¿No es mil veces preferible la violencia obrera al fascismo?». Por eso no sorprende que el 13 de julio de 1936 los socialistas asesinaran a José Calvo Sotelo, uno de los líderes de la oposición derechista. Si los golpistas de Franco no merecen respeto democrático, estos «republicanos» tampoco.

Un régimen se construye para asegurar la libertad de los ciudadanos. La República no lo hizo, ni lo haría una Tercera en manos de los que hoy la defienden. La monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978 sí la garantiza, con altibajos en función del gobierno de turno. Un debate hoy sobre la forma de Estado es un error cuando está debilitado el sistema de partidos, los totalitarios en el Gobierno, y los nacionalistas han desatado el independentismo esperando revolver el río para pescar.