Estado de alarma
Tengo veinte años
Tenemos ya una consideración tan baja de la libertad que confundimos nuestros derechos con el hecho de salir de copas
Muchos han vivido el estado de alarma como un arresto domiciliario y no como una decisión preventiva. Tenemos ya una consideración tan baja de la libertad que confundimos nuestros derechos con el hecho de salir de copas. Si un dictador nos robara de pronto la Constitución, pero consintiera que los bares continuaran abiertos por las noches, habría quien no protestaría alegando que tampoco es para tanto. Para tener contento por estos pagos no hay que meter las legiones, como hicieron los romanos, sino abstenerse de pronunciar un toque de queda y permitir que los garitos sigan abiertos. Aquí se nota que la tradición cultural no proviene del Siglo de Oro ni se hereda de los autores griegos, sino de ese otro clásico que es el botellón. Tenemos una mentalidad tan de castañuela y jarana que nos impide reconocer como diversión otra cosa que no sean las madrugadas de ligue y barra. Las caceroladas nunca se han organizado para exigir alquileres baratos, más inversión científica, industria tecnológica o una mejor atención hospitalaria, sino para poderse ir uno a tomar un chinchón.
En cuanto los políticos han anunciado el final de la movilidad y han encomendado el futuro a los tribunales de Justicia, aquí no se ha tardado ni cinco minutos en agarrar una guitarra y montar un tablao flamenco en medio de la Puerta del Sol, lo que tampoco está exento de ironía. En cuanto se da una oportunidad nos liamos la manta a la cabeza y nos organizamos una Nochevieja en mitad de mayo y tan frescos. No es que los españoles seamos irresponsables, como aseguran los políticos de otros lares que nos miran de reojo desde Bruselas, es que somos alegres. Aquí, más que combatir el coronavirus, lo que hacemos es invitarlo a que se venga de marcha con nosotros, a ver si lo convencemos de esta manera para que se haga colega.
Con estos mimbres nos hemos desmarcado con una Feria de Abril que no se la imaginaban venir ni en el sur. Y a falta de sevillanas nos hemos marcado un estribillo de «libertad, libertad» que ni Jarcha. Más que el siglo XXI parecía la reedición de una nueva Transición. Nos faltó alguna fuente ocupada con desnudos, pero ahí tenemos ya San Isidro, en cuatro días. Quien espere moderación, que se vaya a un convento, porque predicen que el mercurio marcará 23 grados y aquí la responsabilidad solo se reserva para las tardes de resaca y manzanilla (la infusión, claro). Con el cuento de que se tienen veinte años y de que la juventud quema el alma se justifica el quitarse la mascarilla y andar trasteando en mogollones por las plazas. Con este paisaje tan nuestro de sol, mar, baile, simpatía y cachondeo seríamos un país fabuloso si, además, nos hubiéramos preocupado en formar ciudadanos
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