Economía
Competencia fiscal
Los riesgos liberticidas de un Estado mundial plenipotenciario no deberían ser minimizados
El G-7 ha llegado a un principio de acuerdo para establecer un tipo mínimo global en el Impuesto sobre Sociedades. En particular, estos Estados se comprometen a gravar a todas sus grandes empresas multinacionales con un tipo impositivo mínimo del 15% con independencia de la jurisdicción en la que esas compañías hayan obtenido sus beneficios. Por ejemplo, si Google desarrolla parte de sus actividades en Irlanda y abona en ese país un tipo del 12,5% sobre las ganancias allí generadas, entonces EEUU se compromete a gravarlo adicionalmente con un 2,5% (hasta llegar al 15%). Claramente, el objetivo del G-7 no es otro que el de poner fin a la competencia fiscal entre países: lo que se ha venido a llamar «la carrera a la baja» en materia de imposición sobre las empresas. La sabiduría convencional nos indica que, en efecto, erradicar la competencia fiscal entre Estados debería constituir un objetivo hacia el que incuestionablemente aspirar a largo plazo: que la competencia fiscal es algo negativo que nos perjudica a todos y contra lo que debemos mancomunar tantos esfuerzos como sea posible. Permítanme, pues, remar contracorriente y defender los beneficios morales, políticos y económicos de la competencia fiscal. En primer lugar, los impuestos –cualquier impuesto– es una sustracción coactiva de la propiedad de los ciudadanos por parte de las autoridades estatales: en la medida en que semejante práctica no está mediada por el consentimiento de cada contribuyente, pero sí por fuerza contra él, la aspiración moral de cualquier persona respetuosa con las libertades ajenas debería ser la de minimizar la carga tributaria que pesa sobre los ciudadanos. En este sentido, un cártel entre Estados cuyo propósito es el de coordinarse para parasitar más eficientemente a sus súbditos debería ser algo del todo punto rechazable desde la óptica moral. En segundo lugar, un impuesto mínimo global implica un ataque a la descentralización política: constituye un paso, todavía muy preliminar, hacia un Estado mundial centralizador, donde no haya espacio socioeconómico para la diversidad de modos de vida (todos los ciudadanos regidos por unas mismas leyes intervencionistas con independencia de cuáles sean sus identidades autopercibidas y sus proyectos de vida). Los riesgos liberticidas de un Estado mundial plenipotenciario no deberían ser minimizados y, por tanto, todo aquello que poco a poco nos vaya acercando a él (como este ataque armonizador a la competencia fiscal) debería ser visto con enorme recelo. Y, por último, desde una perspectiva económica, la lucha contra la competencia fiscal facilita la transferencia de más recursos desde la sociedad civil y empresarial al Estado: sólo bajo el muy cuestionable presupuesto de que nuestros políticos serán capaces de generar, merced a la recaudación exaccionada, más riqueza de la que alternativamente habrían generado las empresas a partir de sus beneficios gravados, cabría considerar preferible esta medida desde una óptica utilitarista. Pero en términos generales no será así y por tanto la lucha contra la competencia fiscal también nos llevará a un mayor despilfarro de recursos. Ni moral, ni política, ni económica. Ojalá el G-7 fracase en sus aspiraciones armonizadoras.
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