Pablo VI
Recordando a San Pablo VI
Hoy podemos decir con toda razón: ¡Gracias a Dios! que nos dio aquel Papa santo, «mártir» de la verdad y de la fe, que nos confirmó en la fe y en la verdad
El día 6 de agosto, de 1978, murió Pablo VI, el Papa del Concilio, sin duda, junto con San Juan XXIII. San Pablo VI fue un Papa que quería de verdad a España y que sentía un gran aprecio por España, amor y aprecio que seguramente no fue correspondido en la misma medida hacia él, sino con recelo cuando no distancia, por parte de España. Fue un Papa grande y audaz, testigo valiente del Evangelio. Era un hombre sobre todo de fe, y «mártir» de la fe y de la verdad, a quien tanto debemos, que tanto quiso a la Iglesia y que tanto sufrió por todos. Quiso que su vida, como le correspondía a lo que era, «fuese un testimonio de la verdad para imitar así a Jesucristo». Entendió por tal testimonio: «la custodia, la búsqueda, la profesión de la verdad».
Fue el Papa a quien correspondió, la misión de proseguir y llevar a puerto las labores del Concilio Vaticano II, convocado e iniciado por el Papa «Bueno», el Beato Juan XXIII. A él le cupo, al finalizar el Concilio, la difícil y arriesgada tarea de impulsar su aplicación y ponerlo fielmente en práctica, para renovar a la Iglesia.
Mes y medio antes de morir, en la festividad de San Pedro, presintiendo sin duda el momento de su partida, hizo balance de su ministerio que no es otro que el mismo de Pedro, a quien el Señor le confió «confirmar a los hermanos en la fe». «He aquí el propósito incansable –dijo–, vigilante, agobiador, que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. Fidem servavi (guardé la fe), podemos decir hoy, con la humildad y firme conciencia de no haber traicionado nunca la santa verdad. Recordemos, como confirmación de este convencimiento y para confortar nuestro espíritu que continuamente se prepara para el encuentro con el Justo Juez, algunos documentos del pontificado, que han querido señalar las etapas de este nuestro sufrido ministerio de amor y servicio a la fe y a la disciplina».
Entre éstos tenemos: Ecclesiam Suam (agosto del 64), su primera Encíclica programática, la del diálogo y el encuentro; Mysterium fidei, sobre el misterio eucarístico, centro y clave de la Iglesia (en octubre del 65, última etapa del Concilio); Christi Matri, (15 de septiembre del 66), breve y desconocida carta, en la que se ordenan súplicas a la Santísima Virgen ante una situación extremadamente delicada del mundo; Populorum Progressio (marzo del 67), con la que iluminó «el gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y con la luz suave de la caridad de Cristo» (Benedicto XVI), según las enseñanzas del Concilio, que hizo suyas, para el progreso del mundo; Sacerdotalis Coelibatus (en junio del 67), de tan profunda visión sobre el sacerdote y de tan alta actualidad ante el panorama sacerdotal que vivimos; Evangelica testificatio (junio, 1971), sobre la vida consagrada; Paterna cum benevolentia (diciembre del 74), para orientar el Año Jubilar de la Reconciliación, precisamente, sobre la reconciliación en la vida de la Iglesia; Gaudete in Domino (mayo, 75), páginas bellísimas sobre la verdad de la alegría admirable que brota de Cristo y caracteriza el ser cristiano; Evangelii Nuntiandi, a los diez años del Vaticano II, (diciembre del 75), Exhortación Apostólica postsinodal sobre la evangelización del mundo contemporáneo, «dicha e identidad más profunda de la Iglesia», de tantas grandes y benéficas repercusiones posteriores; y Humanae Vitae (25 de julio, del 68), Encíclica verdaderamente profética que ha marcado una etapa nueva y esperanzadora sobre la vida y su transmisión, en la que se subrayan «los fuertes vínculos existentes entre la ética de la vida y la ética social» (Benedicto XVI). Para finalizar la memoria de documentos principales de San Pablo VI, él también nos ofreció, además el Credo del Pueblo de Dios (30 de junio 1968), uno de sus principales escritos, como él mismo reconoció en su discurso ante el Colegio Cardenalicio de junio del 78, «para recordar, para reafirmar, para corroborar los puntos capitales de la fe de la Iglesia misma, en un momento en que fáciles ensayos doctrinales parecían sacudir la certeza de tantos sacerdotes y fieles, y requerían un retorno a las fuentes. Gracias al Señor, muchos peligros se han atenuado; no obstante frente a las dificultades que hoy debe afrontar la Iglesia, tanto en el plano doctrinal como disciplinar, Nos seguimos apelando enérgicamente a aquella sumaria profesión de fe, que consideramos un acto importante de nuestro Magisterio pontificio; porque sólo con fidelidad a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, transmitidas por los Padres, podemos tener esa fuerza de conquista y esa luz de la inteligencia y del alma que proviene de la posesión madura y consciente de la Verdad Divina...; ha llegado el momento de la verdad, y es preciso que cada uno tenga conciencia de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben salvaguardar la fe, tesoro común que Cristo, el cual es Piedra, es Roca, ha confiado a Pedro, Vicario de la Roca, como le llama san Buenaventura» (Pablo VI). Palabras certerísimas y claves de un sucesor de Pedro que definen todo su difícil pontificado, que nunca agradeceremos bastante. Nunca podremos agradecer bastante lo que hizo este Papa, cuyo pontificado tuvo un punto álgido en el «Año de la fe» (1967) con aquellos mensajes y discursos tan importantes en que ofreció, en verdadero y claro diálogo con el mundo, la verdad de la fe cristiana a un mundo, a una humanidad, amenazada bajo el drama del humanismo ateo, y en trance de destruirse por el olvido de Dios.
Se sabe que pocos días después de ser elegido, le dijo a su secretario: «Me son conocidas las voces que llegan de unos diciendo que el nuevo Papa debe ser un innovador, de otros que piden que sea tradicionalista; éstos, que existencialista; aquellos, que más bien debe ser un profeta arriesgado. Mi única respuesta: el Papa es el Papa y nada más». En aquellas delicadas circunstancias, claves y extremadamente difíciles, confesó al querido y recordado D. Marcelo González, cardenal de Toledo, que aplicó el Concilio como pocos: «Hemos de seguir adelante con mucha paciencia. ¡Hay que seguir! Algunos dicen que yo tendría que actuar de otro modo, pero me he trazado mi norma de conducta. Tengo una luz encendida; y el que quiera verla que la vea: es mi predicación continua y mi llamada a los sacerdotes, a los religiosos, a los fieles, a todos. Otras medidas no creo oportuno tomar».
Ese fue su vivir y actuar, actuar de Papa. Hoy podemos decir con toda razón: ¡Gracias a Dios! que nos dio aquel Papa santo, «mártir» de la verdad y de la fe, que nos confirmó en la fe y en la verdad, y nos mantuvo en ella, y en ella esperamos permanecer fielmente, gracias al don del Espíritu de la Verdad.
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