Benidorm
Benidorm, o las dos Españas
El mundo se caía y tú en Benidorm. Es difícil ponerse solemne con arena en los pies
El mundo se caía y tú veraneando en Benidorm. Es lo que tiene el verano, que todas las tragedias que ocurren en otras partes del mundo te pillan en bañador, enseñando al resto de ciudadanos el fracaso de la dieta antes del verano y pronunciando a cada minuto: «Este calor no es normal», mientras confirmas, además, que no te vas a acabar la novela negra que compraste a último hora. Es difícil ponerse solemne con esa arena debajo del tobillo que se te pega justo después de haberte lavado los pies a la salida de la playa.
Yo he estado en Benidorm, como todos los veranos, ante el aplauso de los amigos con los que pasé allí noches de juventud y el horror de otros amigos que lo ven como el lugar más hortera que te puedas echar a la cara.
En el estupendo libro «¿Qué se debe a España?», Francisco Uzcanga plantea que las dos Españas nacieron a finales de 1700 cuando la Encyclopédie Méthodique, que seguía el camino de la Enciclopedia de Diderot, publicó un artículo contra España y su (escasa) aportación al mundo a lo largo de la historia. Era cuando lo que se escribía en papel tenía peso de verdad y ese ataque inexacto y desinformado despertó en este país un debate entre quienes consideraban que había que contrarrestar ese artículo con elogios desmesurados con los que defender el honor herido de España y quienes consideraban que no había que perder el tiempo en discursos apologéticos, vacíos y subvencionados por el poder, y sí dedicar todos los esfuerzos a cambiar y reformar lo que el malintencionado artículo acertaba a señalar como atrasos en comparación con otras potencias europeas.
Son las dos Españas que arrastramos hasta hoy, con modificaciones, pero en las que nos dividimos ante cualquier problema que se nos plantea con una pasión que bien podíamos dedicar a buscar los puntos en común. Si, por ejemplo, los talibanes toman Kabul nosotros convertimos ese drama en un debate nacional entre «progres» bienintencionados y «realistas» sin corazón. La tristeza y el horror se convierten en armas arrojadizas para asuntos internos.
Pasa con Kabul, donde la tragedia se impone, pero también con Benidorm, donde se impone el hedonismo, porque vivimos en una contradicción a la que es mejor no hacer mucho caso para no volverse tarumba. Uno puede debatir con cierto sosiego acerca de si te gusta más la playa que la montaña o que no hay mejor lugar para pasar las olas de calor que la España vacía. Pero sacas el nombre de Benidorm y se encienden los ánimos de las dos Españas que arrastramos desde aquel episodio de la Enciclopedia.
No hay matices: el ruido de los bares con karaoke donde los ingleses cantan mientras comen a las 12:30 de la mañana, rojos por el sol, la guerra perdida por la primera línea de playa, la zona peatonal que parece una manifestación que no se disuelve o los edificios que, en una competición interminable, intentan alcanzar no se sabe bien qué del cielo.
Como a Irene Montero, Ibai Llanos o Pérez Reverte, a Benidorm la odias con todo tu corazón o te entregas a ella.
«¿Qué se debe a España?», preguntaron los franceses, mucho años antes de que se inventara Benidorm.
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