Estados Unidos

El 11-S de Biden

Otro tipo de idealismo sería caer en la tentación de pensar en los talibán como el nuevo aliado

Los españoles somos vanidosos y estamos convencidos de que lo que nos ocurre a nosotros no puede llegar a ocurrir en ninguno otro sitio, menos aún en uno de esos países que llamamos, nadie sabe por qué, normales. A quien siguiera pensando algo parecido, Biden le ha dado una lección inolvidable. Y es que a la hora de supeditar la política a la imagen, el presidente norteamericano ha batido todos los récords imaginables, incluido el de Pedro Sánchez. Biden quería tener e incluso disfrutar su discurso el 11 de septiembre. Iba a decir lo que ha venido argumentando estos días, pero con la solemnidad que le habría otorgado la fecha. Es decir, que tras los fracasos de Obama y de Trump, a él le tocaba la misión histórica de acabar con la guerra más larga de la historia de Estados Unidos. La retirada iba a ser escenificada como una victoria y la conmemoración de los atentados, como una celebración de la paz.

Como es bien sabido, las cosas no han salido exactamente así y el colapso del régimen prooccidental, la invasión de Kabul y la salida apresurada obligan, si no a cambiar la narrativa, sí a modificar al menos el telón de fondo. El 11-S no se podrá cerrar como Biden y sus asesores de imagen habrían querido. Aun así, esta realidad no debería convertir la inminente conmemoración en una nueva celebración del apocalipsis, como ocurrió en parte con el final de la Guerra de Vietnam. Pasados los primeros momentos de shock y el trauma de asistir en directo a lo más parecido a una estampida, no hay por qué seguir autoflagelándose como si esa fuera la única respuesta posible a la frivolidad de Biden.

Es verdad que ha sido derrotado el proyecto de construcción nacional y democrática, pero esa lección ya la debíamos haber traído aprendida de Irak. Lo que habrá justificado el largo compromiso occidental en Afganistán habrá sido la posibilidad de una forma de vida más digna para varias generaciones de afganos, la reducción de la amenaza terrorista en estos años pasados y la demostración de que existen elementos suficientes para establecer políticas complejas de colaboración entre naciones en caso de agresión. No es poca cosa y la vuelta al realismo, si lo es de verdad, no debería llevar a nadie a hacerse ilusiones acerca de la desaparición de las amenazas, ni a quienes amenazan a pensar que pueden cumplir con sus objetivos impunemente.

Otro tipo de idealismo sería caer en la tentación de pensar en los talibán como el nuevo aliado, algo parecido, por retomar la analogía española, a lo que aquí ocurre con los nacionalistas. No lo son y tampoco están cerca de serlo. El buenismo practicado a escala internacional no va a dar mejores resultados que en nuestro país. En cambio, las democracias liberales siguen teniendo importantes elementos de contención y de control, desde la posible retención de fondos afganos y la supervisión reforzada en asuntos de cooperación humanitaria hasta la vigilancia de los terroristas y la monitorización de la información y la propaganda, entre otras muchas acciones posibles.