Pandemia

Besar al padre

Un esfuerzo consciente por no reducir los cuerpos a objetos

«No, en camiones no...» Alguien tuvo el valor de expresarlo y todos asintieron. La imagen llevaba a los peores documentales en blanco y negro. Así que tuvieron su cortejo fúnebre, sus coches velados. Los féretros, sobre el hielo que usan los niños para patinar, fue lo peor de la pandemia. Esa gran ración de raíles en una vía sin objetivo. Y ahí fue donde el comandante de la UME, la Unidad Militar de Emergencias, cayó en que faltaba algo, porque en las cajas había personas. «No hizo falta explicar nada a los hombres. En el campo de batalla, los soldados caídos no se quedan solos», así que montaron guardia, día y noche, en la pista de patinaje, nunca nuestros muertos solos. Cada mañana, el comandante José María Martín Corrochano leía los nombres en voz alta, en la soledad de su despacho, una letanía de memoria, un rosario que vindicaba identidades. Una forma de recordarse y recordar las vidas interrumpidas y los rostros bajo las tapas. «No era justo lo que estaba pasando, se estaba muriendo una generación que nos sacó de una guerra, que levantó un país de paz y prosperidad. Pensé que los que veía en el Palacio de Hielo a diario eran los míos: padres, abuelos, soldados caídos. Sentía la necesidad de decirles: No estáis solos, camaradas, vuestros soldados os velan y acompañan».. Y otra vez con los nombres... Antonio, María Luisa, Germán... afectos, oficios, luchas. Un esfuerzo consciente por no reducir los cuerpos a objetos. Que vino la ministra de Defensa y, al ver la nave tan llena y los hombres tan firmes y el silencio tan denso, rompió a llorar. Los dos, el comandante y ella, rezaron juntos. «Me cambió la imagen de la política».

Ni una foto se hizo de aquellas guardias. Para que las imágenes no turbasen el descanso, para que nadie personalizase el velatorio de España a sus muertos, nadie se pusiese una medalla. Para que los periódicos no trinchasen en noticia lo que no quería serlo.

Cuando el Palacio de Hielo se cerró y los fallecidos descansaron, una chica se acercó al comandante y le tomó la mano. «No pude despedirme de mi padre. Si usted tocó su féretro, es la forma que me queda de sentirlo por última vez». Como si la mano fuese un puente de amor delegado. Como si hubiese un cordón entre el corazón de la chica y el del padre, y el cordón fuese el comandante. Que jugábamos de chicos a eso, a comunicarnos por dos vasos conectados por un cordel. El comandante ha escrito un libro que se llama, «Memorias de un soldado en el Palacio de Hielo». Para el que quiera leerlo.