Partido Popular

Conocer y sentir al otro: la medicina y la política

«Genoveses» y «portasolinos» se acusan de haber perdido el sentido de la realidad y, aunque sólo sea en eso, todos pueden tener razón.

Hace algunos meses el Dr. José de Portugal publicó un excelente libro referido a la primera de esas actividades, en cuyo ejercicio paciente y médico precisan comunicarse intelectual y emocionalmente. Un texto magnífico cargado de sentido común, en el mejor de los términos, donde se habla de saber y sentimiento, de empatía, como factor indispensable en la práctica de la medicina. Creo que, a la vista de los síntomas que presenta la política española, convendría el desarrollo de una terapia, entre políticos y ciudadanos, basada en los mismos elementos. El primer paso sería el diagnóstico correcto, en respuesta a la cuestión fundamental: ¿estamos políticamente enfermos o lo somos? Tomemos a manera de muestra el cuadro que ofrece el Partido Popular.

Como era previsible, sus principales responsables no han sabido gestionar el éxito, del pasado mayo, en las elecciones autonómicas madrileñas. Se veía venir. Ahora la guerra entre el presidente del partido (y Jefe de la Oposición), ayuno de victorias propias más allá de las fronteras de Génova, contra la presidenta de la Comunidad de Madrid, aureolada por el triunfo personal, va camino de no dejar títere con cabeza. Bueno, tampoco hay que exagerar, por muy cruenta que sea la contienda muchos ejemplares de este tipo sobreviven siempre. Pero, en el mejor de los casos, cualquiera que sea el resultado serán muchas las víctimas, tanto en las filas del bando «perdedor», como en las del «ganador». Habrá «vencedores» y «vencidos», aunque en algún momento se diga lo contrario, se traten de disimular las heridas y se haga que los muertos no lo parezcan. Da igual, lo anuncia el vuelo de los buitres. Al final una cosa será inevitable, perderán todos; menos uno (el «UNO») que mira la lucha cainita, desde su butaca en el graderío del circo, dispuesto a entrar en combate cuando sus adversarios se hayan debilitado suficientemente.

«Genoveses» y «portasolinos» se acusan de haber perdido el sentido de la realidad y, aunque sólo sea en eso, todos pueden tener razón. Esto no es un talent show de megalomanías, enfatiza el sr. Casado y, para demostrarlo, tras excomulgar a los aspirantes a «solistas», advierte con rotunda voluntad ejemplarizante: «sé lo que tengo que hacer y nada ni nadie me va a despistar de ese camino». Luego, acogiéndose al plural de modestia, añade «no admitimos presiones» y, por si quedara alguna duda, concluye con parecida solemnidad: «sabemos nuestra trayectoria y estamos seguros de nuestro destino». Declaración irrebatible, le avalan sus resultados en comicios anteriores y su presencia en la misa por Franco en la catedral de Granada. Tal vez el problema no sea el concurso de talentos, sino que hubiera que declararlo desierto.

Convendremos en que resulta difícil, en el universo del yo, no confundir la llamada a la «hunidad» con el rechazo a cualquier discrepancia por legítima que sea. Tal vez la unidad, que no la uniformidad, se lograría más por convencimiento que por amenazas; empleando la necesaria empatía, y no eso que en los dos bandos, denominan presiones desde los respectivos entornos. «El personalismo no cabe en el PP», proclama don Pablo algo, imposible física y metafísicamente, que suena tan convincente como las manifestaciones de don Pedro declarándose defensor de la verdad. Definitivamente se ha perdido el sentido del ridículo. Aunque por si acaso aclaró, para los que no lo supieran, que «esto –refiriéndose al PP– es un instrumento para mejorar la vida de la gente». Puede que sea cierto pero, según se ve desde fuera, bueno sería precisar a quiénes se refiere, pues no da la sensación de que sean todos.

La impudicia va más allá y, desde los aledaños de Génova, en respuesta a las exigencias «ayusistas» y de algún que otro crítico se distingue entre los que pueden actuar libremente, es un decir, en cualquier parte del territorio nacional y los que no están legitimados para hacerlo. Aquéllos son considerados los de «dentro»; éstos, los de «fuera». Un lenguaje que suena, cuando menos, a reminiscencias euskéricoabertzales y catalanoseparatistas, repetidas a todas horas en el discurso excluyente sufrido por el propio Partido Popular, en tantas ocasiones. Malo será caer en los vicios del sectarismo aldeano junto a las divisiones internas.

Volviendo a la pregunta de partida ¿estamos o somos políticamente enfermos los españoles? Al respecto escribe don José de Portugal en su libro que en la sociedad en la que vivimos, junto a los fanáticos del «becerrismo de oro» –yo añadiría, y a los políticamente correctos, ignorantes, cautivos del adoctrinamiento cerril inducido por políticos nefastos, ocupados en sus asuntos más que en los problemas de la «gente», los cuales acusan una grave enfermedad política–, pero hay muchos, muchísimos españoles que buscan la igualdad, la fraternidad, la solidaridad y la justicia. Seres humanos que aman la cultura, la libertad… en suma, la vida. Estos últimos, la parte sana de la sociedad, encarnan la esperanza en un futuro mejor. Ni ellos ni los otros, a pesar de su afección, somos políticamente enfermos, aunque la historia española a veces nos haga parecerlo. Por eso exigimos que nuestros políticos sean capaces de poner sus ambiciones al servicio del país estableciendo un pacto leal, intelectual y emocional, con la población. Una verdadera empatía, no una sonrisa plastificada, un discurso vacío y un comportamiento cargado de contradicciones.

Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España