Defensa

El ventilador

Asombrado, le pregunté: «Y, ¿cómo estás tan segura? ¿Eres médico, o aún más, eres Dios?». «¿Has pensado, siquiera por un instante, en él o en ella?»

Luis García - Mauriño

Era una tarde agradable de septiembre y la conversación transcurría plácida como las nubes lentas que nos protegían de un sol ya mortecino. En un momento dado, la conversación pasó a tratar sobre una noticia aparecida algunos días antes. El asunto no era otro que el de la existencia del último soldado de reemplazo de España. Un chaval que, años atrás, mientras prestaba el servicio militar tuvo un accidente y quedó en coma. En este mundo cambiante y olvidadizo, las nuevas leyes no le encuentran acomodo, pues su propia situación administrativa ya ha desaparecido con la llegada de las fuerzas armadas profesionales, pero, al menos, el Ministerio de Defensa lo mantiene desde entonces en una habitación del hospital Gómez Ulla.

Entonces, súbito, como un trueno inesperado, sonó la rotunda declaración de una jovencita quizá algo inmadura: «Deberían desconectarlo». Me quedé estupefacto. Noté de inmediato un dolor en el alma. Así, como a un ventilador viejo, como al móvil ya cargado, como a la tostadora que ha cumplido su función. Desconectemos ese pedazo de carne inmóvil.

Preguntada por sus razones para ese afán economicista, que parece querer ahorrar al mundo vidas imperfectas, respondió: «Total, no se va a recuperar». Asombrado, le pregunté: «Y, ¿cómo estás tan segura? ¿Eres médico, o aún más, eres Dios?». «¿Has pensado, siquiera por un instante, en él o en ella?».

Ni una palabra, ni un pensamiento; ni una lágrima, ni un sentimiento, por esa madre abnegada que día tras día, desde hace más de veinte años, va cada día a visitar a su hijo inerte.

Quizá, se levanta a las cuatro de la mañana en un pueblo alejado de Madrid. Quizá, toma un autobús que recorre carreteras y calles que se desperezan en la madrugada. Quizá, toma un café en algún bar de Carabanchel y comparte las novedades con otra señora de edad a la que a fuerza de los años el tiempo ha hecho amigas. Quizá, marcha luego al hospital con su lento caminar, lleno de dolor y desesperanza, y, llega finalmente a su destino; sin aliento, cansada y con las piernas hinchadas, y se sienta junto a la cama de su hijo inmóvil. Entonces, cuando toma su mano inerte entre las suyas; quizás, sólo quizás, se produzca el mayor milagro de la naturaleza.

Tal vez, él, al notar el calor tibio y sereno que sube por su brazo inerme, siente su presencia y desearía decir: «Sabía que vendrías». Y ella, quizá sin palabras, pues tras tantos años sin respuesta no cree en ellas, le dice: «Nunca te abandonaré. Eres mi hijo y estaré siempre a tu lado». Tal vez, él intenta responder: «Lo sé. Por eso no he partido todavía. Aunque ya no quede esperanza, estaré para dar un sentido a tu vida». Y ella calla y permanece a su lado, durante horas, día tras día, en la mayor muestra de amor verdadero. El amor de una madre que desafía la adversidad y la desesperanza. El mayor amor.

Quizás, cuando ella toma su mano, los átomos, los nervios, las células, comienzan a transmitir una electricidad mucho mayor que cien soles lejanos y fríos. Quizás, la determinación de esa madre, y tal vez la de su hijo también, debieran hacernos pensar si estamos dando su verdadero valor a las cosas que nos rodean.

Qué pronto queremos olvidar a este soldado anónimo que malvive una existencia truncada por un destino injusto. Qué pronto desplazamos nuestra simpatía hacia una mascota, juguetona y divertida, y qué pronto, cuando se vuelve una obligación a la que hay que pasear un par de veces al día, la cambiamos por otro entretenimiento más llevadero: un nuevo teléfono móvil, unos pantalones, una entrada a un concierto… Con qué asombrosa facilidad nos separamos de la vida y preferimos objetos inanimados: manejables, adaptables, configurables... olvidables. Qué alegremente descuidamos las relaciones con los demás y perdemos toda empatía y toda humanidad. Una sociedad del placer, que no aprecia el esfuerzo, la entrega, ni siquiera la vida. Triste camino que solo conduce a la soledad. La soledad del que nunca será amado porque no puede amar. La insolidaridad del que nunca se compromete porque no cree en nada verdadero. El egoísmo que condena alegremente a la muerte y al olvido a todo lo que no le resulte útil y simpático.

Por eso, yo sí creo en este soldado, creo en su vida incompleta y rota, y creo en su madre, entregada y generosa. Creo que ellos son el ejemplo de cada día y por eso también creo que al final del cable que conecta a la vida a este soldado olvidado quizás haya un milagro de la naturaleza, una historia grande y oculta que nunca conoceremos, pero que será sin duda más hermosa y más trascendente que la de un ventilador.

El coronel Luis García-Mauriño es presidente de la asociación “Tercios Viejos españoles”, una asociación profesional militar que busca la regeneración de la vida militar y la defensa de los mejores valores de los ejércitos que hicieron grande a España.

www.asociacionterciosviejos.com