Guerra en Ucrania
Chelm: la lonja del futuro
Junto a la frontera de Donohursk, los refugiados deben elegir en minutos cuál será el destino de su nueva vida. Los niños que llegan a la frontera viajan con la ventanilla bajada para que los tiradores rusos no disparen a su coche
En Polonia, citarse en la iglesia del pueblo es como quedar bajo el árbol de un bosque: hay tantas que nadie sabe cuál es. Nos lo advierte Maksymilian, coordinador de ayuda humanitaria polaca en la frontera de Donohursk al oeste de Ucrania, puerta de salida de los refugiados que huyen de la guerra hacia a Europa. Dicen que en la Iglesia de Chelm –una de ellas– una familia espera a que alguien los lleve a Zaragoza. Quedan cuatro sitios libres en las cuatro furgonetas que ofrecen plazas para volver a España. Veinte asientos están reservados para refugiados cuyas familias ya esperan en Bruselas, Pamplona, San Sebastián y Madrid, tres si contamos al turco Feriq, que habita desde hace unos días las cunetas de la guerra agarrado a su maleta con las manos desnudas y expuestas a un viento de cuchillas a ocho grados bajo cero. Sencillamente está. No espera nada, ni a nadie. Regentaba una tienda de telas en Járkov sobre la que cayó un pepinazo de la artillería rusa y ahora repasa en la galería de su teléfono videos de las calles de la ciudad jalonadas de cuerpos amputados, charcos de un rojo vivísimo y mujeres que agonizan. Maksymilian nos pide que lo llevemos a Fráncfort donde le espera un amigo. Tres días después se reencontrará con él con la misma maleta en la mano, cien euros y un paquete de tabaco en el bolsillo. Quedan tres sitios libres de 24 plazas de la Caravana Hispana que salió de Madrid y Bruselas hacia la frontera de Ucrania en un Dunkerque sobre el asfalto que recuerda a la operación con la que Inglaterra sacó a miles de sus soldados de una playa al norte de Bruselas lanzando al mar a todo británico que dispusiera de una barca.
Alguien sabe cuál de todas de las iglesias de Chelm es la que buscamos, así que paramos en la puerta. Con los bancos del templo se han improvisado camas para las doscientas personas que se resguardan allí. Los niños juegan a las canicas bajo los catres. Todo está matemáticamente en su sitio. Las sábanas y las mantas se doblan en simetrías perfectas como si buscaran obsesivamente el cumplimiento de las leyes del orden que tienen que ver con la calma, la tranquilidad, la rutina y lo predecible. Se trata de una apelación sencilla a ese universo añorado en el que las cosas aún estaban donde debían estar.
En Polonia lo iluminan todo con neones y rótulos de luces de los colores más vivos, de manera que uno conduce por la carretera de noche y no sabe si aquella casa en mitad del campo es una tienda de tractores u otra cosa. La gran cruz de Chelm resplandece en neones blancos y bajo ella, donde antes estaba el altar, una joven recorre con sus ojos la galería de su teléfono donde se guardan las fotos de un mundo al que no puede regresar porque que ya no existe. Las cuentas de Instagram en las que sonreían las influencers y se besaban los novios se han llenado de pronto de tanques, de sangre y de escombros. Esa chica sostiene entre sus manos los últimos vestigios de una cotidianeidad herida de muerte y de ruido, y se lamenta en silencio como una piedad de su propia adolescencia. En otra de las habitaciones, los niños juegan entre ellos sentados en corro sobre una moqueta. Muchos han llegado hasta la frontera en coches sobre los que han pintado la palabra NIÑOS para que no los tiroteen los soldados rusos que jalonan unos corredores humanitarios que Moscú no respeta. Natasha, que ha huido de Kiev, asegura que los chavales tienen que circular con la ventanilla abierta para que les vean la cabeza los tiradores que acechan en la oscuridad del bosque con los dedos sobre los gatillos. Haber alcanzado Chelm es una suerte que sin embargo nadie celebra.
La familia que quería viajar a España no está, pues ha debido de salir de la iglesia. Esperamos quince minutos más, pero no vuelve. Nos tenemos que ir. Nos movemos cerca de allí, y entramos en el polideportivo del pueblo, en cuya puerta, los alemanes han aparcado los remolques de sus caballos que llenaron con ayuda humanitaria. De nuevo, la limpieza. Sobre la cancha se han dispuesto unas tumbonas en alineación geométrica. El vestidor es una lonja del futuro en la que se subasta el destino que cada uno elige. Una chica vocea el género del mañana con un altavoz: un autobús a Berlín, diez plazas a París, un transporte a Varsovia. Algunos se movilizan en un extraño trajín de refugiados con bolsas de plástico, soldados con ojeras y barba de tres días, personal de emergencias. Entre ellos, otra gente quieta y sentada: bebés, abuelos de lágrima seca y mirada perdida, perrillos en brazos. Han salido del país unos tres millones de personas, la mayor parte hacia el oeste. La mitad son menores, muchos de ellos niños de teta.
Tres preguntas
Los españoles se dispersan entre la gente a reclutar náufragos, ofreciendo lo que tienen: «Madrid con alojamiento». Lo llevan escrito sobre un papel. Algunos no dicen nada. Otros niegan con la cabeza. Solo una mujer se interesa por la oferta. Se llama Svetlana y viene escapando desde Korosten, una ciudad al norte del país junto a la frontera bielorrusa de la que salió con sus dos hijas: Alina de 20 años y Anna de 15. Nadie se atreve a preguntar por el padre. No saben nada del destino que se les ofrece y deben hacer las preguntas adecuadas. ¿Qué querrías saber sobre tu exilio? Anna lo tiene claro: «¿School?», pregunta. Lo tendrá. Su madre y su hermana quieren trabajar. Les acogerá una familia. No hay mucho más que contar y sin embargo, el miedo hace imposible el embarque. La propaganda rusa intenta impedir el éxodo de ucranianos hacia Europa por todos los medios, y esto incluye disparar a los coches que escapan, bombardear corredores humanitarios y difundir la idea de que Europa separa a las madres de sus hijos, de que nunca volverán a Ucrania si acceden al estatus de refugiados y de que terminarán en un prostíbulo de carretera.
Tienen que decidir su vida en minutos. El vértigo suyo es el evidente y el nuestro consiste en pensar si, deseando lo mejor para ellas, por las complejas leyes de la desdicha, estamos cambiando su vida a peor de alguna manera. Si las exponemos a una desgracia mayor aún que la que sufren. De nuevo nos tenemos que ir. Ha anochecido hace horas, es tarde y nos esperan en Varsovia otros refugiados. Cuando todo parece perdido, Pablo, uno de los miembros de la expedición, ejecutivo de la comunicación en Madrid, pide el teléfono de Anna, le sugiere que teclee su nombre en un buscador y, cuando aparecen sus fotos, la mira a los ojos y le dice muy calmado: «Mírame, ese soy yo». Entonces toma el móvil de Jennie su mujer y abre la galería de fotos en la que aparece junto a ella y sus hijos: «Somos una familia como la vuestra. Solo queremos ayudaros». A sus quince años, Anna toma el peso del destino de su hermana y su madre -papá no está- y responde: «Agree» –de acuerdo–. Una nueva vida ha comenzado.
✕
Accede a tu cuenta para comentar