Opinión

La primavera pospuesta

El llanto de los niños me impide escuchar el canto de los pájaros. El invierno se prorroga hasta nueva orden

Veintiuno de marzo. Como los acaparadores han convertido la despensa en una lecheria, esta mañana me he tomado el café con diesel. En este día, debería apuntar cosas sobre el preludio del verano, pero en la ciudad no hace más que llover. Se suspende oficialmente mi tradicional cuaderno sobre el estreno de la primavera y en resumen, ni jaramagos, ni mimosas, ni cigüeñas. He andado un tiempo con los perros entre las encinas desencantadas del campo y me he quedado quieto bajo el aguacero a esperar alguna señal del mundo que renace: la florecilla, el jilguero que reclama, el tallo nuevo de la cerraja, y nada. Todo el aire lo ocupan el lamento de los heridos, las sirenas de bombardeos y el crujido que hacen las cosas al quemarse. El llanto de los niños me impide escuchar el canto de los pájaros. En esta casa, el invierno se prorroga hasta nueva orden.

De debajo de las hojas de los muros derribados por los bombardeos rescatan niñas rubias como si sacaran pulpos de debajo de las rocas del mar. Mariupol ya no es Alepo; ahora, Mariupol es Numancia. Ucrania se niega a rendir la ciudad de los cosacos al tirano Putin. Desde aquí se escuchan las voces de los de siempre que piden que se rinda para evitar una masacre y que no mueran más niños. Este argumento de lo práctico tiene un punto miserable por el que de alguna manera, la culpa de los muertos no las tiene el asesino, si no el que se resiste. Al final va a resultar que a los ucranianos los mata Zelenski. Recuerda a la vieja historia de la mujer violada: si te dejas hacer, no te harán daño. Lo cierto es que si cae Ucrania, caemos los demás y como Ucrania resiste, resistimos los demás -como podemos, todo hay que decirlo-.