Opinión
Km. 0
Uno de los mayores placeres de la vida es comer, y el otro, como decía el conde de los Andes, cenar. Es bonito escribir de gastronomía, creo que forma parte del goce que comporta degustar alimentos. En ese sentido me permito dedicar estas primeras líneas de mi artículo de hoy a esa estupendísima iniciativa que se ha puesto ya en marcha y que han dado en llamar “Km. 0″. Su el objetivo es apoyar al sector de la hostelería, tan zurrado por esa pandemia de la que ya no hablamos -por los muchos problemas que se han presentado de forma reciente con motivo de la invasión a Ucrania-, e impulsar y complementar el turismo gastronómico de la Comunidad de Madrid, extensivo con el tiempo, imagino, a otras regiones de España. “Una apuesta de futuro de productores y hosteleros concienciados con una «Gastronomía Circular» y de aprovechamiento de recursos, utilizando el producto local y así generar empleo y riqueza con nuevos modelos de negocio”. Esta semana, que ya queda atrás con sus lluvias, sus nevadas y sus fríos, fui requerida para una exhibición de cocina protagonizada por el gran Miguel Carretero, chef del restaurante Santerra, campeón de la croqueta según un severo jurado de la “Madrid fusión”, ese difícil y delicadísimo bocado tan difícil de hallar en perfección, en un menú que englobaba a todas las pequeñas empresas y productores que actualmente sustentan el proyecto con productos de proximidad que emanan de la despensa madrileña en particular y española en general. El resultado fue excelso y todos los que tuvimos el privilegio de ser convocados salimos de aquel templo de gula –en el buen sentido de ese pecado capital-, con el paladar y el estómago agradecidos. Que los clementes dioses bendigan a los cocineros de buena voluntad.
Pero la vida no siempre es tan complaciente, y quienes vivimos el día a día de los acaeceres del mundo lo sabemos mejor que nadie. En Espejo Público tuvimos esta semana a un invitado español a quien la guerra le sorprendió en Kiev en una estancia con amigos. Cuando vio lo que se venía encima agarró el volante del coche que tenía alquilado y trató de llegar a la frontera, pero no todo fue tan fácil porque surgió una avería en el vehículo que le impidió continuar con su éxodo. Así, un ucraniano hospitalario hizo que se quedara con él en su vivienda, una gasolinera fuera de uso, donde permaneció durante un mes entero entre bombardeos, no tan lejanos, y el intento por sobrevivir a base de lo que recogían de un pequeño huerto y lo que iban encontrando por aquí y por allá. Los comercios, todos saqueados por los rusos, lucían un aspecto desolador. Los perros y gatos abandonados permanecían delante de una tienda de alimentos para mascotas y rugían cuando veían a un humano con intención de acercarse. Protegían sus provisiones. De esta forma fue transcurriendo ese mes, entre acopio de leña para hacer fuego y cocinar como podían patatas y otras hortalizas, hasta que consiguió contacto con personas que evacuaban a gentes de un lado y de otro. Lo más bonito de todo es que en el momento de su marcha, su anfitrión durante aquel tiempo, en un abrazo emocionado, dijo que él se quedaba allí, defendiendo lo que era suyo, hasta que terminase la maldita invasión.
CODA. Ahora hay peleas por si, hablando de masacres, aludimos a Guernica o a Paracuellos, dependiendo del signo político del orador. Yo, para joder, hago referencia a la matanza de los hugonotes, que representaban el diez por ciento de la población de Francia, en la Matanza del Día de San Bartolomé. En la noche del 24 al 25 de agosto de 1572. Pero como ya la historia anterior a 1812 no se va a estudiar, quedaremos solamente unos cuantos cultitos que la sabemos. ¡Qué lástima!
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