
Opinión
Abolir la prostitución para liderar el feminismo
He perdido la cuenta de los desacuerdos entre los socios de este Gobierno de coalición y de los del Gobierno en pleno con sus socios parlamentarios. En su enésimo desencuentro (hablar de «ensanchamiento de la brecha» es ya un eufemismo, como llamar «fisura» al Gran Cañón del Colorado) Unidas Podemos acababa (de nuevo) por agachar la cabeza tras sonadísima bronca a cuenta de la Ley contra la prostitución y, quizá para tratar de esconder su debilidad, como si fuese posible, votaba sí hace unos días a la tramitación. Sí, pero con la boca pequeña y con su unidad de voto rota por el «no» de Catalunya en Comú. Exigiendo además un debate en profundidad y un consenso lo más amplio posible (muy Miss Alabama por la paz mundial) y, por supuesto y aquí viene lo importante, que el Ministerio de la Señorita Pepis, o sea, el de Irene Montero, esté en el ajo. Porque lo que aquí subyace en realidad es la pugna por liderar el feminismo (uno de ellos, el fetén) y Carmen Calvo se ha marcado un tanto al tramitar la norma fuera de la Ley del «solo sí es sí», después de verse forzados los socialistas a retirarla de entre el sí entusiasta y explícito y la pupita menstrual, por la amenaza de varias formaciones de no dar su apoyo a todo el conjunto. Ojo, que el movimiento no es baladí. Además, con el apoyo de PP en esto y un Podemos en horas bajas (bajísimas), la cercanía ideológica del PSOE con cualquiera en cualquier tema es un pellizco de monja más en el culo de una formación, la morada, a la que le queda un suspirito.
La ley, que no contempla todas las realidades e ignora la voluntariedad en el ejercicio de la prostitución, ocultando la diferencia entre prostitución y trata de blancas o explotación sexual (formas ya perseguidas), castiga todo tipo de proxenetismo y la tercería locativa. Precisamente por paternalista y simplista, por pretender resolver de una manera casi cándida un asunto complejo, su tramitación no ha contado con el apoyo tampoco de Ciudadanos. Lo cierto es que la norma, tal y como está presentada, multando a proxenetas, clientes y a aquellos que pudieran alquilar local, emitiendo juicio moral ante una situación que, en el mejor de los escenarios, no es más que un acuerdo libre y transaccional entre dos adultos (en el peor, un delito ya contemplado y perseguido en este país), en lugar de proteger a quien dice hacerlo les desampara y condena a la marginalidad.
Me ha recordado, cómo son las cabezas y salvando las distancias, a una vez hace mucho tiempo que, trabajando en la frontera de Haití, conocí a un muchachito de unos ocho años que trabajaba en un taller. Mientras compartíamos un bollito le solté un rollo desde mi occidental visión de la vida sobre lo necesario de que estudiase y jugara en lugar de trabajar. Me miró con unos ojos negros inmensos y me preguntó, sin un ápice de reproche en su tono, que quién iba entonces a llevar dinero a casa y comprar comida. Y no es que no fuese buena idea que un niño de ocho años, todo niño de ocho años y en todo lugar, estudie y juegue en lugar de trabajar. El problema es que yo no le había dado una alternativa real, una solución a su problema. Solo lo había contemplado con la superficialidad del que tiene cama, techo y pan asegurado y le había soltado una recomendación simple y sin reflexión. Una que a mí no me comprometía en nada pero a él lo dejaba desamparado.
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