Miguel Ángel Blanco

Ecos de Ermua o dónde estamos ahora

El espíritu de Ermua precipitó el ocaso de los temores silenciosos y asfixiantes

Sucede, de manera recurrente, cada vez que rememoramos una circunstancia histórica. Invariablemente surge la pregunta: ¿dónde estabas cuando ocurrió? Casi como un resorte nuestra mente se dirige al 11-S, icono del acontecimiento disruptivo, y todos recordamos qué hacíamos aquel día, en qué lugar estábamos y con quién. Si trasladamos la dimensión del impacto a España (aunque tenemos, desgraciadamente, suficientes hechos entre los que elegir), nos conmueve el secuestro y la ejecución a sangre fría de Miguel Ángel Blanco. Y, ahora que se cumplen 25 años de aquella barbarie, se replican las cuestiones, dónde estabas, qué hacías y, la verdad, solo se me ocurre responder que qué más da, qué importancia tiene dónde nos encontráramos cada uno de nosotros o lo que hiciéramos: claro que lo recordamos, cómo olvidar, pero resulta irrelevante. Sin embargo, esas interrogantes cíclicas sí encierran otra dimensión crucial que debe explorarse, ¿dónde estaba la sociedad entonces?

Situémonos. Tras dos décadas de democracia y algo menos de Constitución, en 1997, la anomalía del terror seguía instalada en el País Vasco, en España. Superados los «años de plomo», las salvajadas de los tiros en la nuca o los coches bomba aún convivían, en aquel epílogo del siglo XX, con la resignación colectiva que asumía que los días negros podían sacudir en cualquier momento, en cualquier lugar, un centro comercial, una calle abarrotada o un bar del casco antiguo de una ciudad. Pero, al mismo ritmo que se aprendía a sobrellevar el horror, se gestaba, poco a poco, de manera invisible, como deslizándose sigiloso, el magma, sutil y denso, del hartazgo. Mientras la locura violenta de los atentados de ETA se imponía a la fuerza, la lucidez, mucho más discreta, iba impregnando el ambiente y eclosionó con el secuestro número 78 de la banda terrorista. El espíritu de Ermua precipitó el ocaso de los temores silenciosos y asfixiantes, tan certeramente encarnados en aquella Bittori de Aramburu.

Un clima previo, agitado y amplificado por un drama que sobrepasaba lo inhumano, desencadenó la potente reacción social que recordamos, esa revuelta cívica con la fortaleza y potencia de Gandhi, de lazos azules y manos blancas, que pedía, exigía, el fin de coacciones, ensañamientos y condenas a muerte. En estos días, que invocamos nuestra historia más próxima, podemos cuestionarnos dónde estaba la sociedad española entonces y obtendremos una respuesta clara y rotunda: donde debía. Y esa misma memoria nos impele a que nos planteemos con honestidad si ahora estamos dónde debemos estar.