Alemania

No morirse de frío, ni por una buena causa

El personal, que tiene querencia a la ducha caliente, no está por el «lavado de gatos»

Por estas fechas, mi cuñado Óscar –de apellido Wilde, una broma simpática de su padre en la pila bautismal– ya estará recogiendo leña en los bosques de su pueblo, en la Lorena, muy cerca de la frontera alemana. Una montaña de leña, de tres pisos, porque allí los inviernos son tan fríos y húmedos que, por comparación, Ávila puede considerarse una ciudad subtropical. Como él, por los campos de Francia, los campesinos hacen sus cálculos para el «mix» energético que, básicamente, consiste en cuántas bombonas de butano, cuánto gasóleo y cuánta madera hay que pagar. Y dentro de lo que cabe tienen suerte, porque los ayuntamientos gestionan la recogida de leña, que, en parte, se paga con el trabajo propio. Este invierno, el problema estará en las grandes ciudades centroeuropeas, menos en la rebelde Budapest, que acumula gas ruso pagado en rublos, y no parece que los distintos gobiernos estén dando con la tecla adecuada para arreglarlo.

Uno admite que es difícil superar el ingenio de los Verdes alemanes y sus propuestas de volver a la toallita mojada, la clásica manopla de felpa de nuestras abuelas, y al «lavado de gatos», como sustitutos de la ducha caliente, pero hay conquistas de la humanidad a las que el personal se resiste a renunciar, salvo que te caigan bombas a manta como en la guerra. Ciertamente, no veo a las mujeres bajando al río para la lavar la ropa, que en el imaginario progre debe ser lo más de la comunión con la naturaleza. Y el caso es que hay que elegir, porque la gran industria reclama su cuota de gas para no quedarse parada y el recurso in extremis a la energía nuclear no tiene la menor virtualidad en un país como Alemania, que sólo produce por esa vía el 8 por ciento de la electricidad que consume, tras haber desmantelado la mayoría de sus centrales. Sin embargo, hay algo de justicia poética en las tribulaciones de unos gobiernos con su cuota de «ecopacifistas» que llevan dando la vara décadas con el cambio climático y las emisiones «contaminantes» de CO2, el gas que hace posible la vida en la tierra, y que ahora vuelven tímidamente sus ojos al viejo carbón o, como en España, a las subvenciones de los combustibles de automoción, mientras gravan fiscalmente el retorno de las inversiones de las energías renovables.

Pero veremos mayores despropósitos, porque la incoherencia de la política actual, líquida, pendiente del corto plazo, asustadiza ante el mundo de las redes sociales y enferma de su propia propaganda, se pone a prueba cuando toca morirse de frío, aunque sea por una buena causa. Ni siquiera descubrir huellas de civilización humana bajo el hielo de los glaciares de Europa, hoy en retirada, supone consuelo y esperanza de una vuelta a la razón, en medio de tanta profecía del apocalipsis climático, que, hay que escucharlos, ya está a la vuelta de la esquina. Ese negocio del miedo, como denuncia el escritor Manuel Fernández Ordóñez, que propugna la idea de que el hombre es como un insecto más en el planeta. Menos mal que Óscar, mi cuñado, vive en el corazón de la Francia rural, olvidada hasta por los ecologistas, y este invierno se calentará al amor del hogar. Y, a todo esto, ¿qué opina Putin? Porque o gana rapidito la guerra o estamos listos. Y no parece que últimamente se esté esforzando mucho. Claro, que mientras vaya haciendo caja con el gas...