Opinión

Batalla por el control del TC

La división o separación de poderes nace en 1748 como formulación intelectual, en contraposición al poder despótico que con frecuencia acompañaba a la actuación de la monarquía absoluta en «l’ancien regime», el Antiguo Régimen, abolido por la Revolución Francesa. Sucedió a los 40 años de haberlo enunciado el Barón de Montesquieu en su obra «El espíritu de las leyes», donde identificaba tres poderes del Estado: el legislativo, el ejecutivo y el judicial, cuya diferencia y distancia entre ellos consideraba necesaria para un correcto funcionamiento del sistema político.

Esta separación de poderes es asumida hoy en día casi como un dogma en todo sistema político democrático que se precie, aunque la praxis admite no pocas variantes en su concreta materialización. De hecho, son escasos los regímenes que no plasman en sus textos constitucionales tal separación, al concentrar todo el poder del Estado unido en una única instancia, sea esta colegiada o unipersonal. En España la democracia orgánica durante el franquismo se definía en la «Ley Orgánica del Estado» como un sistema con «unidad de poder y coordinación de funciones», y ahora la Constitución de 1978 consagra nominalmente la separación de poderes, aunque en la práctica no es así, pues el presidente del Gobierno es investido por el poder legislativo y, a su vez, ambos designan al órgano de gobierno del Poder Judicial. Incluso de facto actualmente tenemos una acusada partitocracia por mor de la ley electoral y la ayuda a los partidos políticos. Por todo ello, la calidad del sistema democrático se deriva del ejercicio de la función ejecutiva. Aplicando estas consideraciones a la situación actual en España, observamos que la independencia del Poder Judicial no es tal por estar en manos del ejecutivo, que no permite a su órgano de gobierno, el CGPJ, cumplir con su misión esencial: proveer las plazas de jueces y magistrados en los órganos jurisdiccionales encargados de administrar justicia. Eso sí, con una excepción que es, no por casualidad obviamente, el Tribunal Constitucional, que mantiene inexplicablemente en un limbo constitucional a la ley que desapodera al CGPJ, lo que es una manera evidente de coacción política sobre el PP. Ello para que se someta al deseo de Sánchez: tener mayoría en el intérprete supremo de la CE.

Con el pacto de subsistencia mutua en Barcelona y La Moncloa establecido con ERC, el horizonte se sitúa en un TC que «constitucionalice» su política. Con un particular acento separatista catalán: indultos a los lideres del procés, política lingüística y sedición comprometida. El resultado es el Estado en almoneda y Sánchez en La Moncloa.