Estados Unidos
Trumpismo y conservadurismo popular
Después del fracaso de cualquier intento de amansar a la fiera, el Partido Republicano se enfrenta al hecho más que probable de que Trump perjudique a sus candidatos en las próximas elecciones
La nueva candidatura de Donald Trump para las elecciones presidenciales de 2024 no es una buena noticia. No lo es para el Partido Republicano, que acaba de comprobar que la figura de Trump perjudica a los candidatos que apoya el ex presidente. Y no es buena noticia tampoco, aunque los demócratas que han apoyado a esos mismos candidatos para ganar las elecciones lo crean así, para el debate público, la sociedad norteamericana… y el resto del mundo. Trump, evidentemente, no tiene la menor intención autocrítica. Y como ya ha dejado bien claro con sus estúpidos juegos de palabras de crítica a De Santis, el gobernador republicano de Florida, Trump tampoco va a variar en las formas. Proseguirá con su intento de movilizar al electorado desde el punto más bajo posible, una tentación democrática que tuvo éxito en 2016 y que ha venido fracasando sistemáticamente desde entonces. En su contra, está el haberse convertido en una voz sin verdaderas propuestas, percibido como el «partido del no» por buena parte del electorado. También, la violencia que contribuyó a desencadenar contra las instituciones o la poco afortunada gestión que en varios Estados han hecho los republicanos trumpistas de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el aborto y que devolvió la responsabilidad del asunto a los ciudadanos.
Después del fracaso de cualquier intento de amansar a la fiera, el Partido Republicano se enfrenta al hecho más que probable de que Trump perjudique a sus candidatos en las próximas elecciones, ya sea porque gane la nominación y veamos una nueva edición de las derrotas previas, o bien porque se dedique a boicotear otras candidaturas. Para evitarlo, será conveniente que el Partido Republicano tenga en cuenta los logros del legado del ex presidente, desde el crecimiento, los acuerdos de Abraham, la renovación del Tribunal Supremo y, también la reivindicación de valores clásicos ante la deriva woke.
Además, el Partido Republicano se enfrenta a los cambios intervenidos en sus filas y a los que Trump ha prestado su rostro, aunque podían haber sido encarnados por líderes de otro tenor. Estamos muy lejos del republicanismo a la Reagan, aquel conservadurismo amable, proclive a la auto irrisión y al pacto, siempre –eso sí– que se tuvieran en cuenta los principios propios. Lo que entonces pareció revolucionario se antoja ahora extraordinariamente civilizado, casi pacato. La novedad reside sobre todo en el protagonismo adquirido por unos norteamericanos que ven en aquel liberalismo globalizador el origen de un serio deterioro de sus condiciones de vida y el germen de la destrucción, arrogante y violenta, de una forma de vida que les proporcionaba seguridad y estabilidad.
Lo popular se ha roto siguiendo una fractura de clase y lo que parecía natural ha cobrado una nueva dimensión propiamente cultural, en busca de una traducción política. Se dirá que la nostalgia tiene poco que hacer en las revoluciones, incluida aquella que estamos viviendo. Es cierto, pero también es verdad que se trata de una realidad incontrovertible, a la que un partido político como el republicano no puede permanecer ajeno. De hecho, es posible que la forma de salir del agujero consista en articular de forma diferente lo que se ha manifestado en eso que se llama «trumpismo» y que no parece dispuesto a desaparecer. Habrá que empezar a reinventar el conservadurismo «popular» o imaginar una forma de liberalismo populista.
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