Navidad

Apartad vuestras sucias manos de Cortylandia

Lo que mueve la civilización es la inocencia, el amor y la Esperanza, y no tres idiotas con extintores llenos de pintura

Unos ecopibes han atacado con pintura el parque infantil navideño Cortylandia de El Corte Inglés de Madrid para protestar por algo del cambio climático. Los jóvenes salvadores del Planeta me resultan tremendamente antipáticos. El efecto que pretenden es justamente el contrario. He apuntado esto en mi cuaderno desde una buhardilla de París en la Rue Saint Honoré, cerca del Museo del Louvre: otoño, turistas y patinetes. Desde aquí se escuchan los avemarías de la iglesia de Saint Roch, tan grandona; allí enterraron a Diderot. Los tejados de zinc con sus chimeneas y sus canalones y el cielo gris como de Jorge Oteiza coronan las calles de la ciudad de la luz con un irresistible decadentismo: una Humanidad que sea capaz de rasgar la Gioconda me parece una perfecta candidata a la extinción.

Cuando dos mozas lanzaron sopa sobre el cuadro de «Los girasoles» de Vincent Van Gogh, se preguntaban si merecía la pena salvar la Tierra o el cuadro y yo allí delante de la tele, gritando: ¡Salvad el cuadro! No tiene sentido la pintura de Van Gogh sin un planeta en la que exponerla, pero ¿qué sentido tendría la Tierra sin el hombre?

El amor desmedido por el medio ambiente en muchas ocasiones esconde un desprecio por el ser humano. Al igualar las escalas del hombre y el resto de los animales –no digo ya un árbol–, no se humaniza al animal, sino que se animaliza al hombre y termina uno dudando si sacar de un incendio a su caniche o a su primo.

A mí los grandes almacenes me parecen muy bien. ¡Todo ese orden! Da igual cuántas veces entres y a qué hora: las camisas están donde están las camisas y hay siete tipos de leche. Mejor aún si abren en domingo. En las últimas horas del fin de semana, los madrileños limpian el coche en los boxes de lavado de las gasolineras y hacen una compra en El Corte Inglés. Ahí los tienes, aspirando las alfombrillas o en la tienda comprando una bombilla, pan, una corbata, lo que sea. Hacer la compra y limpiar el coche en domingo son dos herramientas que la civilización nos brinda para que no nos saltemos la tapa de los sesos.

Cortylandia. Yo llevaba mucho a los niños. Es un sitio horrible si odias la Navidad y odias los niños o les vas midiendo la huella de CO2, que es una manera de odiarlos. Los nuevos psicópatas pretenden recortar la natalidad para salvar la Tierra porque dicen que somos demasiados, que no hacemos falta tantos. Yo invito a cualquiera a que mire a Javierico a los ojos a ver si me dice que sobra en este mundo, que no debería haber nacido para que naciera la rana aulladora o el lagarto amarillo.

Ah, Cortylandia, recuerdo de zapatitos a la orilla de las camas elásticas, la atracción del tren de los ratones costureros y lo más importante de Cortylandia: la canción de Cortylandia. Padres ateridos de frío, fotos al paso de la locomotora en las que el bebé siempre sale movido, preguntas sobre cuándo van a escribir la carta a los reyes y allí, entre gorros de lana y guantes diminutos, olvidar por un momento el paso del tiempo, el problema en la oficina, el presupuesto de las ventanas, lo de Ucrania y la bronca de ayer, y plantearse que por qué no ir a por el cuarto. Lo que mueve la civilización es la inocencia, el amor y la Esperanza, y no tres idiotas con extintores llenos de pintura.