Política
Cabalgando contradicciones con Pablo
Cuando escuchen los insultos a los magistrados y vean como se demoniza a algunos periodistas es que las cosas van bien
Supongo que Pablo Iglesias seguirá entrenando a lomos de ese caballo llamado cinismo, con el que solía cabalgar contradicciones. Esa imagen jinetera siempre me anda rondado por ahí, pero restalló con la noticia de la ejecución pública de Majidhreza Rahnavar, de 23 años, a quien los ayatolás exhibieron colgando de una grúa en la ciudad de Mashhad. Había sido condenado a muerte por «odio contra Dios» y, también, por apuñalar mortalmente a dos guardias de la revolución, pero dado que todo el proceso apenas duró veinte días, que se rechazaron todas la apelaciones de sus abogados, que ningún tribunal independiente pudo examinar las pruebas de cargo y que el reo había negado las acusaciones es legítimo sospechar que el gobierno de Teherán buscaba, con el terror, desanimar las protestas que sacuden al país desde que la Policía de la Moral mató a palos a una mujer, detenida por llevar mal puesto el velo. Vaya por delante que no parece que Iglesias sea muy partidario del modelo teocrático iraní, pero no es posible obviar que nos gobernó, eso sí, brevemente, un señor que admitió paladinamente que había contratado su productora de televisión con el régimen iraní porque los ayatolás financiaban a todos aquellos medios de comunicación que sirvieran para desestabilizar internamente a sus enemigos. Y ¿quiénes son los enemigos de Irán? Pues si descontamos el pleito doméstico con los saudíes, son las democracias occidentales que defienden los derechos humanos, someten periódicamente a sus gobernantes al veredicto de las urnas, basan su ordenamiento constitucional en la separación de poderes y diferencian entre la religión y el Estado. Por lo directo: Pablo Iglesias cobraba del gobierno iraní consciente de que en los cálculos de los ayatolás él era un factor de desestabilización interna del modelo político occidental. Sobrado como es Iglesias, cuando se ponía didáctico traía a colación lo del tren de Lenin, un episodio de las postrimerías de la Gran Guerra, y explicaba cómo los alemanes habían permitido que atravesara su territorio el que sería la momia más famosa del mundo para que llegara sano y salvo a Petrogrado, desencadenara la revolución y sacara a Rusia de la guerra, porque ya se avecinaban los americanos y no era cuestión de seguir peleando en dos frentes. Iglesias, modestamente, se ponía en la piel de Lenin y justificaba el acuerdo con los enemigos de su país en función del objetivo mayor. Iglesias entiende que esa es la política y que esas son las reglas del juego lo que, a los efectos prácticos, sólo retrataría a un oportunista de las grandes palabras y las bellas ideas, un populista de libro, que, sin duda, hubiera preferido que la pasta llegara de alguien más presentable, pero abierto a participar en el picadero de las contradicciones. Abunda el género, aunque, en realidad, no hay que darle demasiada importancia mientras en España se mantengan firmes en el deber los jueces, que representan al tercer poder, el Judicial, y los periodistas, que, por definición, están llamados actuar de contrapoder. Y ahí, Iglesias y demás compañeros mártires tienen un problema y, si no, que se lo pregunten al marido de la vicepresidenta Nadia Calviño o al ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, que anda enredando en la fontanería del Constitucional. No hay que darle muchas vueltas. Cuando escuchen los insultos contra los magistrados, cuando vean como se demoniza a algunos periodistas es que las cosas van bien y la democracia goza de buena salud. Probablemente a Iglesias no le guste, pero ya sabe «a cabalgar, a cabalgar hasta enterrarlos en el mar».
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