Aquí estamos de paso

Las caras del terror

Ese espectáculo de los torturados presentados ante la justicia y el mundo a un tiempo, resulta profundamente perturbador

La duda forma parte de la necesaria higiene del observador. Más aún cuando añade a esa función el compromiso del relato o la responsabilidad del comentario. El recelo se redobla si la fuente de lo observado es oficial o de gobierno. Contemplo con cierto estupor los rostros golpeados y los cuerpos encogidos, temerosos y como rotos, de los tipos a los que las autoridades rusas han llevado ante la justicia como supuestos autores materiales de la salvajada del Crocus City Hall de Moscú. Casi 140 muertos, decenas de heridos y un trauma más poderoso aún que la guerra de Ucrania, tan lejana para los moscovitas no movilizados.

No es habitual la exhibición de descomposición física y total desarme anímico producto de la tortura que repiten hoy los medios de comunicación de todo el mundo que distribuyen la imagen de los acusados. Cualquier régimen que no fuera el ruso tendría reparos en mostrar así a cuatro detenidos, por brutal que hubieran sido sus acciones, como es el caso de estos individuos. La dignidad humana afecta también a quienes no la cultivan hacia los demás y son capaces de rebasar cualquier límite moral. Ni siquiera los más espantosos crímenes de un despojo humano lo privan de su condición. Es grandeza de una sociedad justa, de principios democráticos, no responder con la Ley del Talión. Aún en la certeza de que los expuestos fueran de verdad quienes entraron en aquel teatro a sangre y fuego, disparando sin piedad, rematando y quemando a víctimas que ellos sabían inocentes, no deberíamos tragar con exhibiciones impúdicas de tortura como esta. Pero es Rusia, y en ese país hasta el vicepresidente del Consejo de Seguridad, y ex presidente Dimitri Medvédev, ha clamado en público y sin pudor por que se les mate a todos. A ellos y a los que participaron directa o indirectamente en la matanza. Lo cual, dada la posición aún oficial del gobierno ruso, es de paso otra forma –una más– de justificar acciones cada vez más crueles contra Ucrania, a quien ven tras el atentado por mucho que no les haya quedado más remedio que reconocer que ciertamente es autoría de Estado Islámico. Algo tendrán que ver los ucranianos, seguro, se engaña el Kremlim. La exigencia de no reconocer el inmenso fallo de seguridad de Moscú, advertido previamente por Estados Unidos o Gran Bretaña de la posibilidad de un atentado así, está también tras la insistencia del gobierno en que hay algo más.

Pero sea como sea, y volviendo al asunto inicial, ese espectáculo de los torturados presentados ante la justicia y el mundo a un tiempo, resulta profundamente perturbador. En primer lugar, porque revela el escaso escrúpulo de un régimen como el de Putin a la hora de aplicarse con la brutalidad que sea necesaria con quienes se les enfrentan. Lo cual no es nuevo, lo sabemos. Pero también, y en esto acaso deberíamos reflexionar desde la distancia de nuestro privilegio de observación democrática, por la solemne y general tolerancia con que parecemos haber normalizado esa exhibición de infamia. Sí, cometida sobre quienes probablemente han consumado una mucho mayor, como esa matanza del viernes, pero infamia al fin y al cabo.

Porque me parece, y acaso me equivoque, pero he de confesar ese escrúpulo, que esa forma de mostrar, ejemplificar y al otro lado del hilo de comunicación silenciar o aceptar una tortura tan manifiesta, rebaja considerablemente nuestra higiene de observadores y acaso de seres humanos partidarios de que la justicia abarque a todos. Por muy espantosos que sean sus crímenes.