José Antonio Álvarez Gundín

A montar el belén

Entre la Constitución y la Inmaculada, lo que procede es montar el belén. Desembalar los camellos y las ovejas, también las gallinas y los patos que sueñan con ríos de plata, lustrar las púrpuras y las coronas de los Reyes Magos, liberar a los inquietos pastorcillos de la caja de zapatos para que voceen de majada en majada el milagro de otra Navidad. Rescatar al buey y la mula, sumisos y pacientes, a los que no abandonaremos este año en el duro trance del desahucio. Y, al fin, extraer con cuidado las figuras de San José, de la Virgen y del Niño, comprobar que no han sufrido daño arrumbados en el cuarto trastero y depositarlas con la delicadeza de una gema preciosa en medio del decorado. Es el instante en que la escena, que ha ido cobrando vida con prodigioso vigor, adquiere todo su sentido. Ya no es un juego de niños ni un simple entretenimiento de adultos. Es la recreación de un misterio que conmueve y reconforta, al que la razón no basta.

Al reconstruirse en cada hogar el universo inacabable de Belén, lo que se celebra es la armonía primigenia de la familia como escudo frente a la adversidad. Lo que brota en torno a la cuna es la celebración de la vida, el triunfo sobre la soledad, la marginación y el dolor. No hay poder mayor que el de un padre, una madre y su hijo recién nacido. Nada ni nadie prevalecerá contra ellos. Ahí radica, precisamente, el éxito de una tradición popular que se extiende por todos los continentes y que incluso es admirada por otros creyentes. Ciertamente el Nacimiento es genuinamente cristiano, pero su dimensión espiritual trasciende a otras sensibilidades religiosas. Son muchas las familias que, aun siendo agnósticas, no dudan en montar el belén. Hay más enseñanza y pedagogía familiar en esa tarde que abuelos y nietos, padres e hijos pasan juntos reconstruyendo una aldea perdida de Palestina que en el resto del año. No hay lenguaje que llegue mejor a un niño que el de las figuras inanimadas del belén, donde un padre y una madre cuidan amorosos a su bebé mientras el mundo entero gira a su alrededor. Él siente que también forma parte de ese territorio misterioso y protector, que allí está a salvo y que crecerá sin miedos mientras su familia renueve cada año la doméstica liturgia del Nacimiento. Si hoy España, con más de cinco millones y medio de parados, sigue aguantando bajo la tempestad es gracias a esa fortaleza familiar que, sin duda, se nutre también de tradiciones como la del belén, cuya primera lección es que, por muy mal que vayan las cosas, por muy duros que sean los tiempos o por muy insolidaria que sea la sociedad, siempre quedará el amor de la familia.