Carlos Domínguez Luis
A propósito de Pujol...
Desde que el ex presidente catalán Jordi Pujol reconociese, el pasado 25 de julio, la titularidad de fondos dinerarios localizados, durante treinta años, en paraísos fiscales –ocultos, en consecuencia, a la Hacienda Pública española–, las noticias en torno al asunto se suceden a un ritmo vertiginoso. De hecho, la confesión ha provocado un auténtico terremoto en la vida política catalana, con evidente incidencia –se quiera o no– en el desarrollo del llamado proceso soberanista impulsado por Artur Mas, un proceso orientado a la reafirmación de unas supuestas raíces identitarias en el marco de un mundo cada vez más globalizado.
Al margen de las consecuencias políticas y judiciales que pueda deparar –o, mejor, que ya está deparando– el denominado caso Pujol, no cabe duda de que lo acontecido hasta el momento invita a una reflexión sobre el tratamiento actual del delito fiscal en España –y, en general, de los delitos de corrupción–, máxime en un contexto de regeneración democrática como el que ahora pretende abrirse.
A diferencia de lo que acaece en otros países –pensemos, por ejemplo, en Estados Unidos–, en los que el evasor fiscal padece el máximo reproche social, en España la apreciación de este tipo de delincuentes ha sido diversa. Es más, debemos reconocer que, durante largos lustros, el ocultar dinero al fisco ha sido sinónimo en nuestro país de astucia y de habilidad, moderno trasunto de la picaresca de antaño que convierte al aventajado en el «oficio» en un ejemplo a seguir. Pocos reparaban, empero, en el grave perjuicio que estas conductas generan para el adecuado sostenimiento de los servicios públicos, pues, hasta hace aproximadamente siete años, el fácil acceso de la Administración a la financiación permitía paliar el daño.
La crisis económica y el exiguo estado en el que, como consecuencia de ésta, quedan pronto las arcas públicas obligan al Estado a redoblar sus esfuerzos recaudatorios y a primar los comportamientos orientados a la satisfacción de las deudas tributarias. Sin embargo, desde hace años, en nuestro Código Penal existe la figura de la regularización tributaria, a modo de excusa absolutoria, de suerte que su empleo, bajo determinadas condiciones, exonera de responsabilidad penal. Ahora bien, junto a la clara bondad de la fórmula en orden a estimular el pago al fisco de lo debido, no cabe duda de que su presencia, en el formato actual, también ofrece una consecuencia no tan positiva, como es ahondar en la percepción social del delito fiscal como un delito menor, de relativa importancia. Y eso no es así.
En el seno de un proceso de renovación democrática, bien podrían someterse a revisión algunos extremos.
El primero: la conveniencia de seguir trasladando a la sociedad la visión del delito fiscal como un tipo criminal con tratamiento legal privilegiado. La brutal crisis económica que ha sacudido España en los últimos años ha elevado exponencialmente la sensibilidad y el reproche ciudadano hacia los comportamientos corruptos y atentatorios contra los caudales públicos. Este cambio de conciencia social, de todo punto positivo, refleja la asunción por el ciudadano –esperemos que de forma definitiva– de dos ideas: por un lado, que los fondos públicos no constituyen una fuente inagotable; por otro, que esos fondos se erigen en el sustento de nuestros servicios e infraestructuras públicas, amén de las políticas sociales.
Dentro de este contexto, la finalidad recaudatoria per se ha de ceder frente al mensaje de prevención general y especial al ciudadano, propio de cualquier figura delictiva. De ahí la necesidad de conciliar recaudación y reproche penal. La regularización de la deuda tributaria, más que una causa de exclusión del delito, debería convertirse en requisito para el acceso a concretos beneficios, como, por ejemplo, el otorgamiento de la suspensión del cumplimiento de la pena. Pero siempre sin alterar la premisa de que quien comete un delito de esta naturaleza es un delincuente. Y ha de ser tratado como tal.
Otro aspecto a considerar tiene que ver con los delitos de corrupción. Resulta preocupante la extendida percepción de que, en buena parte de los casos, los condenados por la comisión de delitos de este tipo no llegan a restituir, de forma íntegra, a las arcas públicas el monto total de lo defraudado o de lo apropiado ilícitamente. Las cada vez más sofisticadas técnicas de delincuencia imponen ahondar en la especialización de los órganos llamados a hacer efectivas las responsabilidades civiles derivadas de estos delitos, sin olvidar la imprescindible dotación de medios y la profundización en fórmulas de colaboración entre Poder Judicial, administraciones públicas, entidades financieras y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Es imprescindible acabar con la idea –que muchos pueden llegar a albergar– de que, al final, cometer estos delitos compensa económicamente.
Finalmente, conviene valorar la posibilidad de fijar en quince años el plazo de prescripción de los delitos fiscales y demás ilícitos contra los fondos públicos. La equiparación de éstos, en el punto indicado, con los delitos más graves no tiene por qué juzgarse desproporcionada, pues, en el fondo, se trata de dotar al bien jurídico protegido por esos delitos del nivel de trascendencia que le corresponde. Esquilmar el erario público –en cualquier modalidad– no es cosa menor. Puede ser interesante que trabajemos en dejar clara esta concepción.
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