Alfonso Ussía

Acoso

La Razón
La RazónLa Razón

A mi abuelo materno, don Pedro Muñoz-Seca, le diagnosticaron en 1934 una úlcera en el duodeno. Su médico le prohibió fumar. Era don Pedro amigo del formidable don Gregorio Marañón, que al verlo tan deprimido le preguntó: –¿Qué te pasa, Perico?–; –que me han prohibido fumar y no me soporto, doctor–; –En tal caso, sigue fumando. Todo menos que hagas un sacrificio por evitar un mal que de existir, ya lo llevas contigo–. Pero don Pedro era, además de supersticioso, muy dado a la hipocondria. Y dejó de fumar hasta dos minutos antes de ser fusilado en Paracuellos del Jarama en el amanecer del 28 de noviembre de 1936. Se dirigió a don Pedro el miliciano «Dinamita», un asesino rencoroso como los que hoy parecen emerger de las cloacas. –Te hemos quitado todo, Muñoz-Seca–; –no todo. Casi todo. Me habéis quitado todo menos el miedo–. Cuando le ataron de nuevo con hilo de acero sus muñecas por detrás de la espalda, le dijo a «Dinamita». –Sois tan torpes que me habéis quitado hasta el miedo. Dios, España y el Rey me acompañan–. Un miliciano, algo más humano, le preguntó a don Pedro si tenía un último deseo, y don Pedro no lo dudó: –«Fumar un cigarrillo rubio»–. El miliciano lo encendió y lo puso en la boca de don Pedro, previamente mutilada con la profanación de sus bigotes. Don Pedro dio una calada tan larga y profunda, que ayudada por la ventisca helada de aquel amanecer en Paracuellos, se llevó medio cigarrillo. –Cuanto antes, mejor–; le dijo al miliciano comprensivo. Y la horda fusilera de Santiago Carrillo, después de su último contacto con el tabaco, lo derribó hacia la tierra con más de seis impactos en su cuerpo. En el paisaje de los hombres inocentes caídos entre sus ríos de sangre, apareció un oficial de las Brigadas Internacionales que regaló a los caídos su tiro de gracia en la sien que ya no sentía el dolor que había dejado sobre la tierra.

Murió perdonando a sus verdugos, entregando su vida a Dios y a España, y después de haber fumado su medio cigarrillo.

Cuando yo era joven, fumar era de hombres. Y de mujeres. No existían las limitaciones, las coacciones y los gestos de desprecio hacia los que fumábamos. Ahí estaban, inamovibles en sus cumbres idolatradas, Gary Cooper, Cary Grant, James Stewart, John Wayne, Henry Fonda y el hacedor supremo de columnas de humo en el cine de blanco y negro, Humphrey Bogart. Cumplido el paseíllo en Madrid, Sevilla, San Sebastián o Bilbao, Antonio Ordóñez encendía su pitillo de arte y miedo, de locura y armonía. Y Luis Miguel, Antonio Bienvenida, Paco Camino... Clausurado el telón entre ovaciones que persistían, Ataúlfo Argenta encendía su cigarrillo amigo en su camerino, después de guiar a los profesores de la Orquesta Nacional por los caminos de Beethoven, Mozart y Brahms. Y nacía la televisión, y un anuncio nos animaba a fumar para ser hombres. El de Marlboro.

Mi padre, que en paz descanse y Dios le permita seguir fumando, falleció a los 93 años después de liquidar tres cajetillas cada día desde que cumplió los dieciséis. No estoy escribiendo un elogio del tabaco, ni una apología del vicio. Me limito a rogar mejor educación con los fumadores que fumamos porque las costumbres sociales de nuestra juventud así nos lo impusieron. En las cajetillas de Marlboro que hoy se despachan en los estancos, destacan fotografías espeluznantes de hombres y tumores, hombres que mueren y tumores que se agigantan. Los fumadores sabemos a la perfección que el tabaco nos puede matar, como el alcohol, la carretera o el uso modernísimo y guay de las drogas. Pero no se puede admitir el acoso de las supuestas «autoridades sanitarias» de un Estado que ingresa cada año centenares de millones de euros con los impuestos sobre el tabaco. Además de pagar el 400% por cien del precio del tabaco, nos amenazan por seguir fumando y nos obligan a abrir el papel transparente de las cajetillas mientras observamos las imágenes más desagradables, severas y malintencionadas que pueden ser elegidas.

Los fumadores sabemos de nuestro mal y pagamos los insoportables impuestos. Que al menos, dejen de acosarnos y nos permitan salir de este mundo sin sentir la vergüenza de ser unos desagradables viciosos. Los beneficios que aportamos son lo suficientemente altos para no sentirnos agredidos cada día. Esa imposición de la muerte en las cajetillas es una cabronada. Carísima, por cierto.