Enrique Miguel Rodríguez
Adiós, bocata, adiós
Este titular quiere reflejar el desaliento que la Organización Mundial de la Salud me ha dejado, con sus dramáticos mensajes sobre las carnes rojas y no digamos sobre las adoradas chacinas. Estos sí que son contundentes y no Rajoy sobre Cataluña. Si hiciéramos caso a todas las recomendaciones que se nos hacen desde distintos organismos para nuestra alimentación, lo cierto es que tendríamos que prescindir de las verduras y las frutas por los pesticidas y otros venenos que reciben; de los lácteos, porque igualmente las vacas para su engorde toman productos altamente peligrosos; del pescado, por el anisakis y otros bichitos, sin contar la contaminación marítima; las carnes frescas y procesadas, porque aportan al organismos agentes que te ponen al borde del cáncer de colon –si no pereces ante los litros de líquidos repugnantes que tienes que ingerir, antes de someterte a una colonoscopia , no creo que ya te mate nada–. En mi larga vida he pasado por la condena y los posteriores indultos de muchos alimentos. La sal, el azúcar, el chocolate, el café, los huevos, los vinos, el aceite... Han tenido sus altibajos. Pensar los muchos años de lucha para que el jamón de Jabugo pudiera exportarse a muchos países y, ahora que es saboreado y aclamado hasta en la China, le atizan esta especie de condena perpetua. Lo mismo que el que no ha visto el Parque de María Luisa no sabe lo que es un jardín, el que no ha probado un ibérico de bellota no sabe lo que es disfrutar de algo que a través de la boca llena de felicidad a todo el cuerpo. Estos expertos tampoco saben lo que es un jardín. Una anécdota sobre el jamón, en los años que estaba proscrito en bastantes países. En uno de mis viajes a Miami, en la puntillosa aduana del aeropuerto, le hicieron abrir la maleta a una señora metida de por vida en carnes. De entre las prendas sacaron unas bragazas de gran tamaño, que servían de envoltorio a medio jamón, que le fue requisado. La amargura de la mujeruca no tenía límites, era el mejor regalo para sus hijos que vivían en la ciudad hacía años y era lo que más echaban de menos. Cuando ya salíamos del control, la buena mujer cambió de cara. Me confesó que había salvado unos buenos chorizos y salchichones , que había repartido estratégicamente por el resto del equipaje. Tengo la seguridad de que el jamón requisado sirvió de comida al personal de seguridad del citado aeropuerto.
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