Cristina López Schlichting
Adviento en Ikea
Cuando era pequeña no existía el Adviento. Entiéndanme, las monjas hablaban de eso en el colegio, pero carecía de identidad para una niña. En España no se estilaban ni la corona con cuatro velitas, ni el calendario infantil, así que no nos alegraba especialmente. Nosotros éramos más de zambomba, pavo, polvorones y aguinaldo.
Las cosas han cambiado como del día a la noche en cuarenta años. Cuando los jóvenes ridiculizan nuestra democracia o minusvaloran el orden social o económico, yo siempre recuerdo aquella vez que crucé la frontera francesa con mis padres y casi me desmayé al ver un hombre con boina: ¡Había boinas también fuera de España! No lo concebía, porque la diferencia entre nuestro país y Europa era abismal. Los supermercados, las autopistas con gasolineras con tienda, los restaurantes con autoservicio, las viejas vestidas de beige, los dulces americanos, nada de eso existía en la patria. Éste era un lugar donde las ancianas iban con pañoleta negra, se compraba en el ultramarinos y el combustible se servía en unas paradas con un surtidor. Casi todo era gris: los buzones de correos, los uniformes de los serenos y los basureros, los autobuses velados de polvo. De ese mundo va mi novela «Los Días Modernos», una garantía para zambullirse en 1975.
En Navidades se ponían bombillas de colores colgadas por las calles, distantes entre sí como boyas perdidas. La gente montaba un belén y los escasos valientes que se atrevían a decorar un árbol lo hacían con tanto espumillón sobre un chasis verde de plástico esmirriado que aquello parecía una croqueta brillante en lugar de un abeto. Se comía mucho, eso sí, a veces cordero y besugo en la misma cena, no fuésemos a quedarnos con hambre, como en la guerra. Había alfajores de postre y mantecados y fruta escarchada y turrones duro y blando. También alguna figurita de mazapán de Toledo y un trozo de guirlache. Los chocolates, pralinés, trufas, panetones, natas, no se asociaban a las Pascuas.
Los cambios han sido tan profundos, la riqueza (pese a las dificultades de la crisis) es tan manifiesta para los nacidos en época de Franco, que yo sigo emocionándome cuando veo calendarios de Adviento en el súper o coronas de pino en Ikea. Porque los nuevos colores borran de mi memoria el instante en que respondía al timbre y me encaraba con el empleado de los servicios de limpieza, que venía a regalarnos un calendario del siguiente año y pedía el aguinaldo. Me parecía que el duro que le deslizaba entre las manos de guantes de lana era mitad regalo, mitad limosna. Y sentía un poco de pena y algo de vergüenza ajena.
No quiero decir que las Navidades de los 70 fuesen tristes, en absoluto. Las familias se alegraban tanto o más que ahora, se compartía mucho, se jugaba a la lotería igual y los bares estaban llenos. Es sólo que España es ahora, sencillamente, tan fuerte y próspera como el resto de los países europeos. Y yo me alegro.
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