José Luis Alvite
Al fondo de la ratonera (I)
Intento descifrar el mecanismo que hace que algunas mujeres resulten irresistibles sin necesidad de ser primorosamente hermosas y reconozco mi fracaso. Sé que se trata de algo generalmente invisible, aunque es probable que ese resorte casi endocrino de la mujer irresistible asome al exterior a través de una sutil cicatriz en el rostro o concluya en la acupuntura de su ademán casi inalámbrico al pinchar con enigmática intención la aceituna del martini. Hay también en el aliento de algunas mujeres una pizca de pimienta que tiñe de marrón el humo de su cigarrillo y le añade al aire que respiras un puntito de sudor y perversidad, esa pizca de venenoso y exquisito condimento que matiza el sabor de la comida. Barbara Stanwick no era físicamente nada del otro mundo, pero se comprende que a Fred MacMurray lo arrastrase a cometer un crimen en «Perdición» y sólo sorprende que tardase más de diez minutos en resultar irresistible con aquella sonrisa suya en la que era como si acabase de romper con sangre y carmín el filo azucarado de una copa de «Alexander». Pero, ¿qué hace que una mujer así resulte tan seductora? ¿Surge acaso en ellas una personalidad arrolladora y fatal tan pronto pliegan el delantal en la cocina y retocan la carrera en las medias con una lasciva sutura de saliva? Uno mira el vientre de la mujer que le parece irresistible y se da cuenta de que lo que en principio era un sagrario de dignidad y obstetricia, se convierte luego en algo oscuro, aromático y tentador, como el trecho angosto y enrejado que conduce al apetitoso cebo enganchado en un resorte al final de la ratonera. Tengo una amiga que es así y no sé como explicarle lo que a su pesar me ocurre con ella. El caso es que sin ser una belleza canónica la encuentro irresistible. Es como si después de sorber ella su martini, fuese a escupir yo el hueso de la aceituna.
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