José Antonio Álvarez Gundín

Algo por lo que luchar

El cielo no se desplomará sobre nuestras cabezas si Madrid no se alza hoy con los Juegos Olímpicos de 2020. Sería una honda decepción, sin duda, pero de peores trances hemos salido. Un país que ha soportado durante 500 años toda suerte de adversidades sin romperse a pedazos no sucumbirá ya a nada, salvo a la necedad de sus propios habitantes. Y ni siquiera estoy seguro de esto último. Admitamos, sin embargo, que para una España ensimismada que parece haber renunciado a las empresas colectivas y a luchar por ideales de los que sentirse orgullosos ante los hijos, los Juegos Olímpicos le ofrecen esa causa extraordinaria por la que trabajar juntos con hambre de futuro. Impulsos así, capaces de trascender ideologías, partidos, diferencias sociales y riñas vecinales, son los que cambian el rumbo de las naciones.

Barcelona 92 transformó la psicología competitiva de los españoles, a los que liberó de la maldición del fracaso como enfermedad congénita. Aquellos Juegos espolearon a una nueva generación para que se comiera el mundo, y a partir de ahí se construyó la epopeya de las selecciones de fútbol, baloncesto, tenis o natación, pero también propició las aventuras de caballeros andantes en la Fórmula 1, las motos y el ciclismo. Una vez que el virus de la competitividad se inoculó en aquella España de final se siglo, los españoles se sacudieron la resignación de no pasar de cuartos: la victoria era posible y ganar, una obligación. Ahora, veinte años después, el tren vuelve a pasar por delante de la puerta y su silbido anuncia un nuevo destino. Es verdad que los Juegos no nos van a sacar de pobres, no harán más sabios a los necios ni erradicarán la incompetencia. Pero sí restituirán en el ánimo colectivo la autoestima que la crisis ha arrancado de cuajo. España ansía sacudirse ese polvo tóxico que durante los últimos cinco años se ha depositado sobre su piel formando una costra de pesimismo, desencanto e indignación. Es como si la maldición del fracaso nunca se hubiera ido, por más que el cuerno de la abundancia la hubiera ahuyentado. Esta vieja nación necesita recuperar el equilibrio emocional que se hizo añicos cuando, creyendo jugar en la Champions de la economía, se despertó como uno de los «pigs» de la piara europea, metamorfosis kafkiana que desde entonces nos atormenta y nos paraliza entre disputas ideológicas y bravuconadas nacionalistas. Que Madrid, claro que sí, sea la llamada para dar albergue a esa catarsis de todos los españoles es, además de justicia poética, un elocuente guiño de la Historia que le redime de tantos desdenes y de tanto gañán con tirabuzones.