Cristina López Schlichting

Alicia

En el cuento de Lewis Carroll, la niña Alicia crecía de repente, tan de repente que los brazos le salían por las ventanas de la casa. Nuestros hijos son como Alicia. La casa española es un útero que atempera los rigores del exterior y hace del joven un adolescente y del adulto un joven, ralentizando su desarrollo. Llaman madres a la radio para consultar los problemas de sus hijos... ¡que a veces resultan tener 45 años! Mi generación no salía de casa hasta los 30 años, si bien es verdad que el fenómeno «nini» no se daba. Aunque son minoría, los «chicos-vampiro», esos que caricaturiza José Mota como parásitos que se «aberronchan» a lomos de sus padres para vivir del cuento, existen. Pero los normales, esta generación última de hijos nuestros, ni vagos ni estudiosos, ni ambiciosos ni indolentes y que han tenido de todo, afrontan ahora un futuro incierto y se ven obligados a emigrar. Todos mis amigos tienen cachorros en el extranjero. Desde el carnicero de Móstoles hasta el administrativo de Las Rosas, pasando por el abogado de Pozuelo. Los hay en Gran Bretaña, Canadá, Alemania o Francia. ¿Y quién lo hubiese dicho? De súbito, tan rápido como Alicia, brotan. Salen adelante como leones, buscándose la vida de una forma asombrosa. Ponen copas, atienden guardarropas de salas de conciertos y van abriéndose camino como diseñadores, informáticos o arquitectos. Han pasado del sofá y el mando del televisor a madrugar, compartir piso y encontrar gangas para comer y vestir. Del nido a la intemperie, de comer y dormir a volar. Demuestran grandes agallas. Espero que vuelvan, los míos y los de todos. Son magníficos y España los necesita. Los echamos terriblemente de menos ahora que, por fin, han hecho lo que considerábamos tan importante: crecer y marcharse de casa.