José Jiménez Lozano
Antiguos comercios y nuevos mercados
No estoy seguro de que lo que siempre se llamó «El comercio» siga siendo algo más que un pequeño archipiélago de los comercios de siempre, arruinados en provecho de mercados universales como la agricultura fue sacrificada a algo que se llama industria alimentaria.
El comercio ha hecho lo que no han hecho nada ni nadie por la conciencia de igualdad de los individuos y, por lo tanto, ha hecho también todo lo que no ha hecho nadie en favor de la paz entre las naciones y civilizaciones enteras. Pero lo que pasa es que para ser universal es necesario ser de un lugar concreto y no aspirar al dominio universal precisamente, ahogando a los demás. Y la llamada globalización tendrá que tenerlo en cuenta si no quiere acabar en desastre.
Por lo pronto, es curioso que hayan sido los nuevos mercados universales los que han hecho algo así como romper el ritmo del comercio, yendo de par con las pretensiones políticas acerca del tiempo, porque se sienten dueñas de la historia, y son muy capaces de hacer del presente un pasado o un futuro, e imponen su tiempo fabricado.
Uno de los placeres de ir al comercio era el de las sorpresas que ofrecían y con frecuencia esos comercios se llamaban «Novedades», y los clientes eran como convocados a comprobar las últimas mercaderías llegadas de los lugares famosos, pongamos por caso, París para el vestir y varios países «Ultramarinos y Coloniales» para las cuestiones de cocina.
Por lo pronto, ofrecían al cliente la sensación de que aquella novedad había sido pedida y llegada expresamente para él , pero sin dejar de advertir que, aunque era un buen género y muy vistoso, el criterio del comerciante era que convenía esperar porque en el entretanto podían producirse cosas mejores. Y esto era un sano sentido empírico, como el de aquéllos alcaldes de aldeas asturianas del tiempo en que llegó la luz eléctrica a principios del siglo pasado, que, habiendo ido a la capital a ver tal maravilla, y habiéndoles complacido en extremo, no se apuntaron sin embargo a llevarla a sus pueblos, porque, tal y como adelantaba el progreso, podía haber enseguida otra cosa mejor. Y así aconsejaban esos cautos comerciantes; y cincuenta años exigían a la moda las altas damas, amigas de Port-Royal des Champs, para ser aceptada.
Pero ¡Kaputt todo eso! Hoy, hay tomates todo el año, aunque los comerciantes, que saben muy bien lo que son tomates, deben señalar con ironía a sus sosias, pero, como la publicidad ha dicho que son tomates, tampoco tiene mucho sentido que el comerciante se ponga a llevarla la contraria, con grave perjuicio para él.
Los comerciantes, como todos nosotros, son intuitivamente muy conscientes de que estamos en otro mundo muy distinto del pasado, y que bien puede ocurrir cualquier día que Navidad se celebre en verano, en que hace mejor tiempo, el turrón y los regalos no son frutas estacionales, y, como apenas si hay ya belenes, los que sobrarán serán árboles para poner bombillitas. Pero los comerciantes saben también muy bien, que el «efecto sorpresa» es, inseparable de la idea de novedad, pero que, si ciertamente cuesta lo suyo crear un clima de compra, el peligro de que se enfríe tal clima está, sobre todo, en que se alargue demasiado. Aunque no está claro si se van a poder resistir «las demandas sociales» que deciden los señores políticos, que pueden imponernos que mañana sea ayer, y los regalos de Reyes o hasta el pescado y la carne de Nochebuena, se compren en noviembre y luego en Navidad den esa sensación de cosa ya usada como las vacaciones en la playa que se dan un par de días regularcillos del mes de febrero. Y como ocurre con los libros, que ahora suelen aparecer en la tercera edición.
El comerciante de siempre tiene una impresión de desastre ante la tanta prisa de sus clientes para apurar las compras, pero no sabe disfrutarlas en sus tiempos propios.
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