Cristina López Schlichting
Antonio Gala y la muerte
Lo más importante de esta semana lo ha escrito Antonio Gala en El Mundo, y sólo en LA RAZÓN citamos tan libremente lo que nos entusiasma. Gala ha sido un tormento para muchas personas conservadoras y católicas, durante años ha sido el azote de la Iglesia y las tradiciones. Lo recuerdo desde muy joven, cuando, siendo alumna de la Facultad de Filología de la Universidad Autónoma de Madrid, impartió una conferencia magistral sobre la literatura árabe andalusí. Llegó con su bastón, su andar pausado y su suavidad oral y nos dejó con la boca abierta. Sabe expresar la belleza. Antonio Gala no oculta que está muy enfermo de cáncer y recorre ese camino con una dignidad de sultán, desde su refugio de Málaga. Solemos evitar la muerte, pero hay mucha gente lúcida cerca de ella, no sólo los enfermos y mayores, sino los cuidadores y familiares.
Hay algo en esa atalaya que le ha permitido a Gala reflexionar esta semana sobre el suicidio infantil en los siguientes términos: «¿Por qué nunca a los 11 años tuve yo esa tentación? Ahora se pretende no hablar de la religión en la enseñanza: habría que pensar en hablar de sus porqués, de la religión como casa común y asidero a la vida, no importa en qué se crea (...) Si la vida, tan pronto, deja de merecer la pena, apaga y vámonos. Todos. Que se hunda el mundo».
La más acabada expresión de una sociedad enferma es la pulsión tanática, la cultura de la muerte. Me temo que Occidente está muy cerca de esa fase. Durante mucho tiempo hemos dado por supuesto que los hombres deseamos vivir. Sin embargo, a nuestro alrededor están empezando a ocurrir cosas alarmantes. Varios amigos de mis padres se han quitado la vida al saber que tenían cáncer. La gente a su alrededor ha aplaudido el gesto, que considera propio de ancianos valerosos. Se alaban la eutanasia de los enfermos y el aborto de los que estorban. Ya no es claro que la vida sea un valor absoluto, esa es la diferencia con respecto a la niñez de Gala. Cuando lo material lo domina todo, la muerte es la única salida al dolor o las dificultades insuperables. Un ateo apenas puede recomendar a un enfermo terminal que se quite de en medio sin dolor. No puede añadir nada más.
En la tradición religiosa –no sólo la del cristianismo– el sufrimiento y hasta la muerte están al servicio de la vida. Por eso, antes, suicidarse era pecado, porque era un atentado contra el bien de la existencia. Hay que ser religioso para poder descubrir un lado insospechadamente hermoso en la dificultad final. Creo que por eso Antonio Gala ha escrito lo que ha escrito. Y creo que el título de esta columna mía es injusto, debería haber puesto: «Antonio Gala y la vida».
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