Martín Prieto
Antonio Pérez y la princesa de Éboli
A falta de documentos al respecto nunca sabremos hasta donde se cruzaron los amores, o los desfogues, entre la Princesa de Éboli, Antonio Pérez y Felipe II. En todo caso la tuerta del parche era mujer culta e inteligente como para haberse limitado a un asunto de tres, a un vodevil de puertas que se abren y se cierran sigilosamente en los aposentos de El Escorial sin que mediaran los asuntos de Estado que conocía el villano.
La Princesa acabó de por vida en un convento y el secretario del Rey huyó a uña de caballo a Francia donde comenzó a redactar con el seudónimo de Rafael Peregrino los primeros capítulos de una leyenda negra que aún hoy día no nos hemos quitado de las espaldas. Ni aquel en donde sus dominios nunca se ponía el sol pudo con el rencor de quien fuera su primer confidente.
Luis Bárcenas recuerda a Antonio Pérez porque parece motivado antes por el despecho que por el lucro y se mueve por los juzgados con la soberbia del que ha contado los esqueletos en los armarios de los demás. Sus infantiles explicaciones al juez Ruz sobre sus millones extraviados merecían prisión preventiva con fianza porque casi son un desacato a la inteligencia del magistrado. Denunciar a renglón seguido al PP por despido improcedente es bufa, befa y recochineo. No tiene el personaje una biografía interesante y es un arabesco lateral en la existencia del partido y más que un tesorero gasta hechuras de cagatintas, nunca mejor escrito con su letra que es un pero que no se sabe en unos extravagantes cuadernillos de ocasión.
Bárcenas, como Antonio Pérez, tiene la sartén por el mango, y el Presidente Rajoy, como Felipe II, carece de defensa ante la injuria, hasta ha de temer las invenciones y exageraciones y distorsiones que eche a correr este doble de Rafael Peregrino que solo tiene por esperanza el morir matando. La Oposición lo sabe porque lo ha sufrido en sus carnes y no le conviene rebozarse en este barrizal en el que los secretarios agraviados y delincuenciales flechan con ponzoña a los Emperadores.
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