Ángela Vallvey
Areté
Para los griegos, la «areté» era la excelencia, de ella derivó el concepto de «aristocracia», alusiva al «gobierno de los mejores», de los más estupendos. Así debió ser en algún momento, no hay por qué dudarlo, hasta que tal gobierno –el control político y económico de un país– se hizo hereditario, de modo que las élites comenzaron a vivir en una eterna regalía emanada del pasado ilustre de sus antecesores. Fueron tiempos en que los reyes mandaban por «la gracia de Dios». O sea, que el mismísimo Ser Supremo alzaba su dedazo y señalaba al enchufado; quizás incluso tenía su propio cuadernillo con los nombres de los favoritos, y elegía a quien le daba la divina gana. Pero claro, vivir sin esfuerzo y pasarse la vida sin darle un puntapié a una piedra acaba por ser agotador, quiero decir: que consume el chollo y lo termina devorando. La aristocracia fue decayendo con el tiempo debido a la pura inutilidad de sus miembros. Como decía Gutierre de Cetina, ¿qué va a hacer un noble?, ¿qué esperamos que sepa hacer?, ¿ser mecánico? Los aristócratas no estudiaban ni aprendían nada porque valerse de sus cabezas o sus manos «lo tienen por cosa plebeya», así que solían estar siempre ociosos y «vanse a pasear cuando quieren o alguna vez de caza». A pocos les daba por el «otium studiorum» que tan provechoso resulta para una mente despierta que no tiene que preocuparse en buscar el sustento de cada día. Y si se ponían a cavilar, a nada que se descuidaba el siglo le salía por ahí un Marqués de Sade...
Hoy, para seguir siendo reyes en la Europa del euro, se casan con la clase media trabajadora, van a la oficina e intentan adaptarse a una vida «low-cost» en temas de coronación, viajes, vestirse en Zara...
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