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Autoridad y potestad

Autoridad y potestad
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Utilizando el Derecho romano, los juristas medievales y las Cortes con ellos hicieron una distinción entre autoridad y potestad. La primera es, en misma, un bien: explica a los súbditos lo que deben hacer; la segunda es tan sólo un resorte, especie de mal menor al que se debe acudir para corregir a los que no la obedecen. Una definición que sigue siendo cierta. La autoridad, en la democracia, se ha puesto por escrito en forma de Constitución, un nombre que también se empleaba para designar leyes de valor universal en el ámbito de la Cristiandad. De modo que desobedecer a la Constitución es, en sí mismo, un mal, y corresponde a los que ejercitan el poder, corregirlo. Inglaterra e Israel no han necesitado Constitución; para el segundo la autoridad se encuentra en la Biblia, mientras que en la primera es la propia Corona quien ejerce la primacía sobre la Iglesia. En nuestros días, España corre el peligro de desmontar estas bases desobedeciendo la Constitución.

Por otra parte, las monarquías subsistentes demuestran la importancia de este razonamiento. Los reyes se han despojado de todo poder, pero conservan, en su persona y palabra, el ejercicio de una autoridad, que se mantiene en perfecto equilibrio con los partidos y, en las relaciones exteriores, aporta una dimensión, aquella misma que podríamos llamar «palabra de rey». Nuestro monarca ha demostrado la influencia positiva que dicha palabra puede significar. Las democracias modernas han tenido que atribuir a los partidos una parte muy sustantiva de dicha autoridad. Y procuran ejercerla cuando se encuentran con la responsabilidad del poder. Esta yuxtaposición de las dos dimensiones puede provocar desvío e incluso abusos. El incremento absoluto de esa autoridad que somete a la sociedad en todas sus dimensiones conduce al autoritarismo, que no podemos calificar de bien.

Al generalizarse el derecho de voto, los partidos políticos han aparecido como ejes sustanciales para la democracia. Pero esos partidos parecen invertir los términos en que los ideólogos se expresaran. En cada uno de ellos se constituye una élite que se encarga de gobernarlo y que es la que estudia y redacta los programas que deben llevarse a cabo cuando el número de votos a su favor así se lo permita. Pues no son las bases las que designan los candidatos, sino esas alturas de los partidos las que lo hacen. Y lo que se somete al voto de los ciudadanos no es el nombre de las personas, sino la lista. No se vota a personas, sino a partidos. No estoy haciendo ninguna crítica; probablemente es el modo mejor de hacer que las cosas funcionen por sí mismas. Más que de democracia deberíamos hablar de partidocracia. De ahí la tremenda responsabilidad en que se hallan los miembros de esa élite a que nos hemos referido; las deficiencias en su comportamiento se convierten en un daño social, que afecta a la conducta. Es curioso que en el lenguaje coloquial los periódicos se refieran con el nombre de «barones» a esos miembros. Pero barón es el título que corresponde a la primera escala en la jerarquía de la nobleza; vienen después el de conde, marqués, duque y príncipe, por este orden cerrándose así la jerarquía. En España e Inglaterra el título de príncipe quedaba reservado a los herederos de la Corona. Dos veces, con Godoy y Espartero, se quebrantó la norma y hay que ver las dañinas consecuencias que de esto se derivaron.

Volvamos a tomar el hilo del pensamiento: las élites que dirigen y gobiernan los partidos, reduciendo al papel de vasallos a los demás afiliados, siempre minoría en el conjunto de ciudadanos, han venido a restablecer el papel de la antigua nobleza. Para sus miembros el ejercicio de la política se convierte en función absoluta como para un médico lo es el de la Medicina. Es importante que no olviden que a la nobleza del Antiguo Régimen se le exigía de una manera especial una conducta. Quebrantada de hecho muchas veces, dicha conducta significaba un valor inquebrantable para la sociedad. Y así ha sobrevivido.

En otras palabras: las minorías que forman la cúspide de esos partidos y son incluidas en las listas electorales para que los simples ciudadanos puedan depositar un papel en una urna, necesitan comprender la importancia que esta dimensión moral reviste también en el terreno de la política. Y aquí encontramos ahora el gran defecto. Acuden al sentimiento y no a la racionalidad. Cuando una consulta electoral se pone en marcha es muy poco lo que se explica acerca de los proyectos que al servicio o bien de la «res publica» van a ser puestos en marcha. Se utilizan como programas sólo palabras o definiciones generales. Y, sobre todo, se recurre a los insultos y ataques: qué malos son los que están en frente y qué bueno en cambio soy yo. De este modo el voto se ha convertido en un sentimiento y no en un acto de reflexión. No elijo esta opción porque su programa me parezca preferible, sino porque «yo soy» socialista de centro o de derechas. Como si fuera lo único importante. Si no me gustan «los míos» lo único que puedo hacer es abstenerme.

Es una línea de conducta que urge ser corregida. Los partidos políticos están prescindiendo de una obligación, el diálogo, para entrar en el enfrentamiento. Y éste no puede alcanzar otra meta que reactivar las dimensiones del odio. De él tenemos, en España, algunas muy dolorosas experiencias. Aún estamos a tiempo de rectificar reflexionando. Si se prescinde de ello, puede suponerse que los gravísimos problemas, como el paro o la ruptura de la unidad nacional, no van a llegar a una solución constructiva. El arrepentimiento suele llegar cuando ya es demasiado tarde.