Cristina López Schlichting
Benín o la monstruosidad
Existen otros mundos en éste, desde luego que existen. Cincuenta mil niños son vendidos anualmente en el país africano de Benín, y no precisamente en la clandestinidad. Se ofrecen por 9 euros en los mercados, para tráfico de órganos, prostitución y esclavitud. Me lo contaba, conmovido y destrozado, Javi Nieves, que los ha visto en los tinglados, expuestos como animales. El genial conductor de Cadena 100 acaba de visitar el país para comprobar el destino de los fondos recogidos en el concierto del pasado sábado en Madrid y conocer –a través de Manos Unidas– el refugio para críos al que ha ido lo recaudado. ¿Cómo es esto posible en nuestro mundo? No hay nada igual, ni en Somalia, ni en Sudán –países donde existe aún la esclavitud–. Tal vez, tal vez pueda compararse a Tailandia y los mundos asiáticos que comercian con prostitución infantil ¿Pero así, a la luz del día, vendidas las personas sobre una tarima? Bendito sea Dios. Benín, el mundo del vudú, el origen de las grandes exportaciones de hombres y mujeres esclavos a Haití, es un pavoroso ejemplo de la peor degradación que puede experimentar la humanidad. Mienten quienes quieren explicar la Historia por mecanismo económicos. Benín y Haití son dos ejemplos diáfanos de países postrados por razones culturales: la falta de una evangelización, el sustrato vívido de un animismo ancestral pavoroso y atenazador, han hecho imposible que resulte fecunda en ninguno de los dos países ayuda internacional alguna. Los cooperantes se desesperan. En Benín son los propios padres y madres los que venden a los hijos, que, a su vez, venderán a los nietos. La vida humana carece de valor, la justicia de significado. Unos dioses inmisericordes rigen la existencia, una superchería tiránica intenta consolar cruelmente la falta de sentido. Hay que leer «El reino de este mundo», de Alejo Carpentier, para comprender siquiera lejanamente el horror de esta incultura. A Haití llegaron estas mismas raíces, que se mezclaron con el paganismo de la revolución francesa. Es muy interesante que la evolución de la otra mitad física de la isla, la que constituye la República Dominicana, que fue colonizada y evangelizada por españoles, haya sido tan diferente. Desde el aire, Dominicana es verde, Haití, marrón. Esta segunda es tierra quemada, completamente esquilmada, sin vegetación que sostenga el humus imprescindible para que arraiguen las cosechas. ¿Por qué? Haití fue el primer país iberoamericano en independizarse de la colonia francesa, en 1776. Enseguida el poder pasó directamente a los esclavos, empapados de vudú y, de esta manera, el primer país de Occidente dirigido por gente de color protagoniza, generación tras generación, la depredación y la injusticia. La falta de valores cristianos –los criollos huyeron a Santo Domingo– condenó a Haití, de la misma manera que las raíces animistas han condenado a Benín. ¿Qué hacer para que la misericordia se convierta en un valor en ambos países?
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