José Luis Alvite

Besos desangrados

Besos desangrados
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Si algo echo de menos de manera recurrente son los momentos de irresponsable y sórdida intimidad con la gente del arroyo. Ya no tengo ninguna duda respecto de que a una persona sólo se la conoce bien si además de identificar sus ideas y sus sueños, se está tan cerca de ella que puedas compartir también sus infecciones, del mismo modo que en el caso de algunas mujeres de su estado de ánimo dice menos cualquier confesión suya que lo que a un palmo de distancia expresa en su aliento el «pehache» de la menstruación. Gente que habla sin parar puede ser menos expresiva que aquella otra persona reservada en cuya actitud es evidente que su silencio cobrizo no desmerece en absoluto de cualquier conversación. En ese ambiente que tanto echo a veces de menos puede uno darse cuenta de que con sorprendente frecuencia las personas que resultan fascinantes son las mismas que por lo general suelen callarse cosas que serían reprobables. Un amigo mío director de banco me reconoció hace algunos años que estaba seguro de que sus hijos le escucharían con mas admiración en la sobremesa si en vez de presumir del balance contable de su pequeña oficina, les contase que había decidido atracar la sucursal que dirigía. No quiero que alguien piense que hago apología del crimen. Se trata sólo de una reflexión personal sin ninguna intención pedagógica. En realidad, estas cosas se descubren al borde de la adolescencia, cuando uno se da cuenta de que su bondad les interesa poco a las chicas, que prefieren al muchacho turbio y poco recomendable, el tipo del que se sabe que al cabo de los años será para ella el impagable recuerdo de aquella tarde en la que descubrió que las frases que mejor describen las pasiones humanas son exactamente las mismas que a cierta edad perjudican el sueño, desangran los besos y pudren la saliva.