José Luis Alvite
Blues del boxeador sin brazos
Me recomendó de madrugada un tipo en un garito: «Si de verdad tienes gana de pegarte con alguien que pueda darte un buen repaso, busca pelea donde estés seguro de no encontrarla. Deja la furia para después de la inteligencia, muchacho. Contén la rabia hasta que tu deseo de venganza sea inferior a tus fuerzas para satisfacerla. Si no eres un hombre prudente, amigo mío, prueba al menos a ser un hombre cansado». Sobreviví en los peores ambientes gracias a mi instinto para hacerle caso a aquel tipo y salí malparado las pocas veces que ignoré su consejo. Pero también es cierto que gracias a mis errores descubrí que hay golpes en cuyo dolor va incluida la anestesia que te ayuda a soportarlos. Ocurre con la tenacidad al aguantar el dolor lo mismo que sucede cuando por la reiteración del hambre te das cuenta de que, además de la dignidad, has perdido también el apetito. ¿No hay acaso heridas que sólo duelen con motivo del esfuerzo de curarlas? ¿Y no es acaso cierto que el formidable placer de doce besos seguidos desemboca a veces en el asco insoportable del beso desdentado que está de más? Nadie está obligado a soportar con su absurdo heroísmo los golpes con los que alguien podría demoler el mármol de su estatua. En el lejano momento de mi vida en el que quise ser boxeador, otro tipo listo me sugirió que desistiese porque, «verás, hijo, la violencia requiere más convicción que el talento, de modo que en este jodido gimnasio o sacas los brazos o te comes las frases. Y yo creo –dijo– que un tipo sensato como tú ha de ser lo bastante lúcido y cobarde para entender que sus dudosas proezas de boxeador sólo pueden ir a parar al brillante palmarés de otro hombre».
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