Luis Suárez

Cadena humana

Es curiosa la forma que emplean los políticos para servirse de los acontecimientos históricos sin tener en cuenta la verdad. Lo que la Diada rememora es únicamente el término de una guerra de Sucesión. Cuando la rama española llegó a su punto final con Carlos II, incapaz de lograr descendencia, coincidiendo con las secuelas de una crisis económica de gran alcance, consecuencia de las guerras que sacudieron y empobrecieron a Europa, lo que en España se planteaba era una cuestión de fondo: ¿debía preferirse el modelo de estado unión de reinos que escogieron los Reyes Católicos o acomodarse al de la victoriosa Francia que ascendía también en los aspectos económicos? Y así, al dibujarse las posibilidades de sucesión entre los parientes del rey, se formaron también dos partidos: quienes acudían a Austria llamando a Carlos de Habsburgo, que optaban por el primero; los que reconocían a Felipe, nieto de Luis XIV, que veían superior el segundo. Los investigadores han podido descubrir que la recuperación económica, gracias a los cambios alcanzados en América, había comenzado en las dos últimas décadas del siglo XVII.

No se trataba, pues, de discutir la independencia de Cataluña, que jamás había existido. Desde que Carlomagno pusiera en marcha el recobro de Hispania apoyando todas las resistencias peninsulares, la Marca Hispánica, luego condado de Barcelona, había sido elemento integrado en una monarquía, primero la francesa y después la que conocemos como Corona de Aragón. Sería más correcto decir en catalán, Corona del Casal d'Arago, pues no establecía la superioridad de un reino, sino de una dinastía. Cataluña nunca tomó para sí el título de reino; cuando pudo completar su territorio, escogió el de Principado como más correcto. Con los años, Barcelona, merced a la cimentación que esa Monarquía le procuraba, llegó a convertirse en la poderosa reina mercantil del Mediterráneo. Y cuando Fernando II, nacido en Aragón aunque con sangre castellana que mezclaba también unas pequeñas gotas de sangre judía, apareció en su auxilio, librándola de los errores cometidos, como ahora por los supuestos separatismos, pudo disponer de un eje que iba desde el Llobregat hasta una factoría a orillas del Nilo.

En 1700, la mayor parte de España se colocó al lado de Felipe V de Borbón. Incluyendo Navarra y las Vascongadas, que figuraban entre las más entusiastas. Pero en la Corona de Aragón se afirmaron los partidarios de Carlos que contaban con el apoyo de una coalición de potencias europeas acaudillada por Inglaterra. Hubo un momento incluso en que pareció que el Habsburgo, llegado a Madrid, iba a ganar la guerra, pagando el precio a sus aliados. Los ingleses ya habían cobrado el botín, Gibraltar y Menorca, como he indicado en otro artículo en estas mismas páginas. Pero cuando, por razones sucesorias, hubo de convertirse en emperador, sus aliados decidieron abandonarle, volviendo a un equilibrio de fuerzas y no repitiendo el modelo de Carlos V. Cataluña trató entonces de resistir defendiendo el esquema anterior, pero no pudo hacerlo. Y la Diada es sólo la conmemoración de ese final que muchos catalanes aplaudieron porque se trataba de cambiar las formas sociales herrumbrosas. Me parece que el señor Mas conoce muy bien este punto aunque no le conviene que se publique.

Durante dos siglos, y gracias al decreto de Nueva Planta, que no era ninguna clase de castigo, sino al contrario, dar libre acceso a Cataluña al mercado americano, Cataluña pudo crecer en prosperidad y se convirtió en la más importante de las regiones hispanas, al menos desde el punto de vista económico. Sin América, la industria textil no hubiera podido alcanzar las metas que conocemos. En la guerra de la Independencia, contra los soldados de Napoleón, los catalanes escriben algunas de las mejores páginas: «No podían rendirse porque España no lo quería». La pérdida de América ocasionó una profunda depresión económica. Y el carlismo arraigo en Navarra y Cataluña porque veía en el liberalismo, consecuencia de aquella lejana victoria de Carlos III, el gran obstáculo.

Éste es el problema que se presenta en nuestros días. La división es fuerte y ante la opinión pública española resulta muy difícil saber dónde se encuentran los distintos sectores, que son más de dos. Pero los políticos catalanes deben recordar lo que ocurrió ya en ocasiones anteriores: Cataluña no puede vivir sola y si se apartara de la unión de reinos, restablecida en la actual Constitución bajo el nombre de autonomías, caería inevitablemente bajo el dominio económico de otra potencia, como sucede con todo ese rosario de pequeños estados que surgieron de la demolición del Imperio austriaco.

Lógicamente los historiadores tenemos que insistir también en otro punto: Cataluña es extremadamente importante para España; sin ella, la crisis económica se convertiría en formal y el modelo de separación encontraría pronto imitadores en otras regiones como ya sucediera en 1640. Pero la unión de reinos no se basa en un principio de poder, sino de autoridad, es decir, reconocimiento de que las leyes fundamentales, en este momento expresadas en la Constitución, siempre mejorable, indican lo que a todos conviene. Dicha autoridad necesita del buen entendimiento y del amor entre aquellos que de ella dependen. El mayor viene de las injurias que se están profiriendo. A ellas debemos responder con un acto de amor. Yo lo he resumido muchas veces en esta frase: «Lo que no puedo perdonar a los separatistas es que no me dejen querer a Cataluña tanto como yo la quiero».