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Carnaza

La Razón
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Desde que la OMS concluyó que la carne tiene efectos cancerígenos escucho historias tremendas. Gente que se aproxima a las albóndigas de la nevera con la prevención de un bombero cinco minutos antes de entrar en el reactor 1 de Fukushima. Amigos que arrojaron por la ventana el último paquete de salchichas con la urgencia de quien descorcha una granada. Vecinos que esconden las chuletillas de cordero en los bolsillos interiores de la gabardina y, por disimular, piden un par de repollos.

Lo de menos es si la carne tiene peligro o si podemos morir de una sobredosis de carcinógenos. Lo crucial, como siempre, ha sido el enésimo descubrimiento de que «la vida mata», por usar el título de Los Enemigos. Aburridos de tanto respirar, embriagados con el sueño de una existencia desprovista de monstruos y otros terrores nocturnos, nos inventamos miedos. Como un niño asustado cuando mamá apaga la luz, soñamos que viene el hombre del saco. A falta de plagas bíblicas o diluvios universales hemos declarado enemigo público al salchichón. El John Dillinger de nuestros días son las carnes procesadas. A la sobrasada los científicos le han puesto ojos de Hannibal Lecter. La persecución de la carne tiene una importancia simbólica. Están las cuestiones médicas, discutibles por cuanto las eminencias del informe no parecen distinguir entre el pollo con clembuterol y el ibérico cinco jotas. La evidencia de que un consumo excesivo de carne resulta perjudicial se emborrona con el sensacionalismo derivado de no hablar de cantidades y no purgar las carnes industriales de los productos artesanos. Tampoco explican que más peligrosos que la carne en sí son los aditivos y otros venenos que le inyectan. Como escribía Anahad O´Connor en «The New York Times», una cosa es que si llueve y conduces aumenten las posibilidades de que te estampes; otra muy distinta proponer que conducir bajo la lluvia sea sinónimo de muerte al volante. Por otro lado asombra la obsesión de los contribuyentes del Primer Mundo con mantenerse siempre jóvenes y eternamente flacos. Una patología como otra cualquiera y que en barrios como el mío, tan cercano a los núcleos hípsters de Brooklyn, se evidencia por la sobreabundancia de comercios agrourbanos, tiendas ecológicas y salones de yoga, taichí, acupuntura y demás iglesias laicas del embuste.

En el supermercado de mi barrio una clientela atemorizada paseaba bajo los haces de neón con los nervios de punta. A mí, avergonzado con el paquete de carne picada que escondí bajo el jersey, no se me ocurrió otra cosa que preguntarle a la cajera si vendía revistas porno. Me contempló con la expresión mustia de un policía de aduanas y, tras unos segundos intolerables, suspiró.

-Uf... Creí que iba a preguntarme por el chorizo.

Desterradas ya las viejas enfermedades, libres de pestes y plagas, hay quien dice que alcanzaremos la condición de dioses, hastiados e inmortales hasta que el sol se hiele. El lío desatado por la OMS, los titulares que equiparan el tabaco y el solomillo, evidencian la infantilización de unas sociedades de hombres lactantes, de chequeo en chequeo hasta que un día, qué cosas, vas y te mueres.