Ángela Vallvey

Caspa «vintage»

Ahora los veranos son «vintage». Como antaño, cuando el presupuesto familiar se estiraba menos que un jersey de hojalata y cualquier pequeño extra inesperado se celebraba en casa como una fiesta nacional. Abundan los que pertenecen a esa clase trabajadora –en realidad, clase media tirando a desahogada cuando empezaba el mes y apurada cuando el mes iba mediando–, que en el transcurrir de las décadas se había hecho la ilusión de que iba a prosperar cada vez más en una progresión que no tendría fin, hasta que sus tataranietos vivieran como jeques. Soñaron que sus hijos disfrutarían de mucha holgura y sus nietos ni qué decir. ¡El paraíso, la tierra de promisión, al fin! Sin embargo, llevamos más de un lustro de desajustes, esto es, de empobrecimiento, y algunos piensan que tenía razón aquel epigrama de Marcial: «Si tú eres pobre, Emiliana, siempre serás pobre. Las riquezas sólo alcanzan a los que ya son ricos». Si algo hemos aprendido durante estos años es que la pobreza se lleva peor cuando se ha conocido cierta prosperidad –aunque fuese un bienestar a crédito– porque se traducía en coches, teles de plasma y cruceros.

A la austeridad presente, sin embargo, le falta la pátina de dignidad que tenía aquella España mucho más pobre que ésta, de hace décadas, la del Seiscientos, Benidorm y las jóvenes suecas liberadas, modernas; la España de la fiambrera con tortilla casera, caspa hasta el bañador y el españolito de pelo en pecho. Hoy creemos estúpidamente que la pobreza es indignidad, que el pobre tiene difícil ser honrado, como sospechaba El Quijote, porque «la pobreza atropella a la dignidad y conduce a la horca o al hospital». Hoy el español conoce suecas a través de Meeting.com y va completamente depilado. Y no es lo mismo, oiga. Que no.