Política

Ramón Tamames

Cataluña y el País Vasco

Cataluña y el País Vasco
Cataluña y el País Vascolarazon

A principios de diciembre de 1978, participé, como diputado constituyente, en un mitin, en el Palacio de los Deportes de Madrid. En apoyo a la Constitución, recién aprobada por las Cortes, y pendiente de referéndum nacional para el día 6 de ese mismo mes. En tal ocasión, entre otras cosas, manifesté: «Para mí, va a cumplirse un sueño de más de dos décadas, pues durante la rebelión estudiantil de 1956 –antes de que el régimen de Franco nos llevara a la cárcel de Carabanchel–, yo había planteado en la Universidad que España necesitaba una constitución democrática. Y es solamente hoy, 22 años después, cuando los esfuerzos que hayamos podido realizar tanta gente bien merecían la pena: en pocas jornadas se materializará aquel ensueño».

Ahora, en 2014, conmemoramos el 36 aniversario de la Constitución, ya la segunda de más avanzada edad de la casi docena de textos constitucionales que hemos tenido en España desde 1812: sólo la de 1876 duró más que la ahora vigente, algo menos de medio siglo, desde su promulgación hasta que en 1923 fuera virtualmente derogada por el dictador Primo de Rivera. Además, la nuestra de 1978 es la única Ley de Leyes refrendada por toda la nación y la primera en ser enmendada por las Cortes en dos ocasiones.

Así las cosas, la Carta Magna del 78 nos ha permitido vivir el periodo más largo de prosperidad en España, a pesar de sus posibles insuficiencias de contenidos y de las muchas imperfecciones que haya habido en su aplicación. Y además, su Título X abre la posibilidad de reformarla, pues los diputados y senadores que la elaboramos en su día nunca tuvimos in mente que hubiera de ser un libro sagrado: en ella cabe introducir enmiendas, siempre que sea en los términos de sus artículos 166 a 169.

Desde 1978, las pruebas más arduas por las que está pasando nuestra norma suprema, vienen de Cataluña y el País Vasco. Por actuaciones en contra de su artículo primero, en el que con toda claridad se dice que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estadio». Una precisión que hoy quiere ignorarse cuando, empezando por Cataluña, se aspira a ejercitar un inexistente derecho a decidir que sólo cabe ejercitar, en su conjunto, por todo el pueblo soberano.

¡Cuántas argucias hay que oír de quienes pretenden independencias tan mesiánicas como irracionales! Como la que cifra en el 60 por 100 a los catalanes que hoy viven y que por su edad actual no votaron en el referéndum de 1978 y que por eso –dicen– quieren una nueva carta democrática actualizada a sus veleidades. ¡Cuánta ignorancia de la historia universal del constitucionalismo! ¿No es bien sabido que en Inglaterra, nadie de los que hoy viven votaron la Carta Magna de Juan Sin Tierra de 1215? Y la Constitución de EE UU, que data de 1787, ¿cómo podría haberla votado ninguno de los pobladores actuales de ese gran país?

Pues a pesar de todo eso, y mucho más, el soberanismo sigue en sus trece, con la reciente paradoja de que, pretendiendo ignorar la Constitución, sin embargo, tres diputados del Parlamento catalán fueron al hemiciclo del Congreso, para –con base en el artículo 150.2 de nuestra Ley de Leyes–, conseguir la transferencia competencial para convocar legalmente referendos vinculantes en Cataluña. Lo que tuvo un rechazo de más del 80 por 100 de los diputados nacionales, a pesar de lo cual, erre que erre, se siguió en la vía independentista, hasta ahora mismo. Con la particularidad adicional de que al recurrir la Generalidad de Cataluña ante el Tribunal Constitucional, para otras facetas del tema que nos ocupa, la Alta Corte –indebidamente a mi juicio–, dio la pista a los solicitantes de que si quieren independencia, tienen que conseguir la previa reforma de la Constitución.

De esas y otras cuestiones, he hablado con Artur Mas, Presidente de la Generalidad de Cataluña, y me consta que, a pesar de los pesares, aún tendríamos una vía de arreglo, para que Cataluña siga siendo parte de España con toas sus libertades y potencialidades. Pero entre el laconismo y la contundencia de Rajoy, y la contumacia del soberanismo, nos encontramos en negociación cero, con un horizonte de incertidumbres.

Entrando ahora en el otro caso, el del País Vasco, diré que el lendakari Íñigo Urkullu está manifestándose con mayor prudencia que el Molt Honorable Mas; y también con recrecida cautela sobre su predecesor, Juan José Ibarretxe, quien en su momento abordó la aventura soberanista a través de una reforma estatutaria que era un verdadero proyecto de constitución de un Estado aparte, camino de la secesión; un esquema que se rechazó, con toda la razón, en el Congreso de los Diputados, por abrumadora mayoría de la soberanía nacional.

Ahora, Urkullu ha visitado al Rey, planteándole sus ideas, en la línea de una cierta cosoberanía hispanovasca; que tampoco cabe en nuestra Carta Nacional, por el ya mentado artículo 1. Así pues, como en el caso de Cataluña sería indispensable una previa reforma constitucional. Por lo cual, el único modo de separación, como en el caso de Cataluña, sería la más que difícil reforma constitucional.

A propósito del caso vasco, comentaré que el pasado verano asistí a la primera lección de un curso, en la UCM-Escorial, en el que disertó Íñigo Urkullu. Y al final de su intervención, me permití decirle al lendakari, más o menos, lo siguiente: «Has estado muy mesurado en la forma, pero vuestros planteamientos soberanistas están produciendo mucha fatiga entre la inmensa mayoría de los españoles. De forma y manera que no cabe descartar que un día se autorice un referéndum para retirar de la Constitución la Disposición Adicional Primera; que es el sustento de vuestro régimen hacendístico confederal que tanto apreciáis. Sinceramente, estáis en lo mejor de los dos mundos posibles y por ello, insistir en la vía soberanista podría ser una auténtica desgracia para todos».

En resumen, nos hallamos en un trance en el que la Constitución se discute por emergentes soberanismos que inciden una y otra vez en ignorar que el de 1978 es un pacto nacional sin fecha de caducidad, logrado por un amplísimo consenso nacional. Y que por eso mismo, sólo podría cambiarse con un nuevo consenso, vía reforma constitucional.

En esa dirección, según los tres últimos artículos de nuestra Carta Magna ya citados, los independentistas tendrían que conseguir lo siguiente: que un Gobierno de la Nación convenciera al Congreso y al Senado, en ambos casos con dos tercios de mayoría, para que aprobaran una cláusula de posible secesión. Y tras ese acuerdo, el Gobierno en el poder tendría que disolver las Cortes. Con la exigencia, para continuar con el proceso, de que el nuevo Ejecutivo que surgiera tras esa convocatoria electoral, lograra, nuevamente, las referidas mayorías en ambas Cámaras; y que a la postre, hubiera un referéndum nacional que apoyara la idea soberanista. En resumen, operación no imposible, pero que sí habría de contar con los votos de una mayoría cualificada de la soberanía nacional, lo que no parece en absoluto probable.

Hay otros caminos para resolver problemas, en vez de inventarlos. Una vía de concordia y no de choque de trenes, para vivir mejor y prosperar todos en un marco de democracia. Y ese es el iter que, en un clima más relajado, sin los radicalismos extemporáneos de ahora, tendríamos que recorrer, pensando en la defensa de los intereses generales de la ciudadanía, y no en aspiraciones tan localizadas como irracionales.

*Catedrático de Estructura Económica, UAM; Cátedra Jean Monnet de la UE; Miembro del Club de Roma; De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas