Alfonso Ussía
Catorce piernas
Luis María Anson ha escrito mucho de las piernas de Stefi Graf. Eran ciertamente impresionantes. Cuando se disponía a sacar y miraba hacia el suelo botando la bola, su nariz le robaba a las piernas su protagonismo, pero ya la bola en juego, volvían ellas, las piernas, a ser las dueñas de la cancha. Naranja en París, verde en Londres. Pero han sido superadas.
Las piernas de Stefi quedaron borradas en los recuerdos –exceptuando en los de Luis María–, cuando surgieron las piernas siberianas de María Sharapova. Esas piernas, larguísimas, interminables, que contribuyen en un alto porcentaje a los casi 190 centímetros de la estatura de la rusa. El único espectador que no se fijaba en las piernas de María era su señor padre, el señor Sharapov, mucho más atento a los dólares que brotaban de las piernas y los brazos de su hija que a las extremidades de la campeona. María Sharapova, al revés que Stefi, alegra el tenis con sus suspiros, gemidos y alaridos, dotándolo de un alto contenido erótico.
Las piernas de las grandes campeonas pasaron a un segundo plano con la aparición de las Williams. Las de Venus son de araña y las de Serena, dos armarios. Cuando veo jugar a Serena Williams me pregunto cómo es posible mover con agilidad semejantes columnas de brillante mármol negro. Pero está demostrado científicamente que las mueve, y muy bien, si nos atenemos a la relación de grandes torneos triunfados por la pequeñita de las hermanas neoyorquinas.
Y existen otras piernas, que pasan más desapercibidas, de altísima calidad artística. Las de Nicole Petkovic, balcánica con nacionalidad alemana, simpática y bastante bruta en su tenis, que baila cuando vence en el partido. Con mucha más gracia y oportunidad que Soraya, cuyas piernas pueden competir con las de Iceta, pero no mucho más. Su «Petkodance» ha enamorado a centenares de miles de aficionados. Pero no son piernas de campeona, y como las de su tocaya checa Vaidisova, no son referentes de la atención que merecen.
En España, las primeras piernas campeonas fueron las de Arancha Sánchez Vicario. Piernas poderosas, a ras de tierra, fuertes, valientes y corajudas. Su «vamos, vamos» aceleraban su ritmo y gracias a ellas el tenis femenino español alcanzó cumbres insospechadas. Pero eran piernas para aficionados de avanzada edad, que veían en ellas dibujos del pasado, nostalgias de gozos antiguos. Piernas muy españolas, y por ende, de gran impacto patriótico.
Las de Conchita Martínez, ganadora de Wimbledon, son más estilizadas, pero sin alcanzar los contornos perfectos de las de Graf y Sharapova. Por otra parte, a las piernas hay que ayudarlas con el gesto, y el de Conchita acostumbraba a ser de permanente enfado y recelo.
Piernas superables.
Y apareció Garbiñe Muguruza, que ha dejado sin piernas a la rusa, a las alemanas, a la checa, a las hermanas de Nueva York y a sus compatriotas.
Piernas de española norteña con la delicadeza de los mares caribes. Nacida en Venezuela, hija de vasco y caraqueña, Garbiñe ha revolucionado el tenis femenino, gracias a su calidad y a sus piernas. Las cámaras de televisión necesitan de treinta segundos para recorrerlas de arriba hacia abajo hasta llegar a las zapatillas. Su seriedad, su cara de póker, y su belleza afligida nos ha devuelto la ilusión. Es valiente, decidida y rotunda. Subcampeona de Wimbledon y reciente triunfadora en Pekin. Sus piernas no tienen parangón ni admiten comparación con las anteriormente reseñadas. Merecerían un esfuerzo de Miguel Ángel, pero allá él por equivocarse de siglo.
Resulta muy agradable escribir de piernas cuando las mejores, las más estéticas, son de una tenista española, que para colmo, juega al tenis como una diosa. Luis María, tienes que cambiar de musa.
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