Julián Cabrera
Cecilia de Calcuta
La comisaria europea de Interior, Cecilia Malmstrom, es una política sobradamente preparada. Entre otros méritos habla seis idiomas, incluidos el castellano y el catalán, y por si fuera poco tiene un dilatado historial que para sí hubiera querido Teresa de Calcuta –aunque ésta sí que pisaba el barro–, vinculado al estudio y análisis sobre los Derechos Humanos.
Sin embargo, hay conceptos o lugares que no parecen incluidos en el amplio elenco de conocimientos de Malmstrom, probablemente porque nunca los ha pisado. Lugares como el «Hadú», el «Gurugú», el «Príncipe», el «Benzú» o el «Tarajal», siempre conflictivos en el tránsito con el vecino marroquí y ahora más que nunca.
El problema es ante todo reflejo de la desesperación de miles de desheredados que saltan al vacío como el que se encuentra en lo alto de un edifico en llamas. Ignoran qué se van a encontrar, pero saben que es mucho peor lo que dejan atrás.
Tal vez por eso, tanto en el apartado humanitario como en el de la vigilancia sería más que recomendable la presencia de otros efectivos europeos de fronteras en Ceuta, Melilla o Lampedusa, más que nada por aquello de retratarse en los métodos y compartir responsabilidades.
Malmstrom viene involuntariamente a encarnar a esa Europa próspera que cuestiona los métodos frente a la avalancha de subsaharianos, mientras, en un sublime ejercicio de hipocresía, contempla cómo sus opiniones públicas bordeando la xenofobia tachan de holgazanes, irresponsables y manirrotos a sus socios comunitarios del sur. No estaría de más dejar por unos días las tertulias humanitarias entre sándwiches de salmón en el lujoso café Husaren de Gotemburgo, tan frecuentado por Malmstrom en tiempos, para comprobar que existen confines fronterizos donde apesta a ajo y hay moscas como velociraptores... y también son Europa.
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