Senado
¿Cementerio de elefantes?
El Senado no puede ser un «cementerio de elefantes», decía Felipe González en el año 83, recién llegado al poder. Poco antes habíamos escuchado a Leopoldo Calvo Sotelo afirmar que «la Cámara Alta debe encontrar su sitio en nuestro esquema institucional en la línea de una cámara de los Lores», y años después –ya ha llovido– Aznar apuntaba que «es llegado el momento de que el Senado asuma de verdad su condición de auténtico foro legislativo territorial». Han pasado décadas y el «cementerio de elefantes» adquiere curiosamente en estos tiempos de «nueva y regeneradora política» una importancia que algunos comienzan a calificar de estratégica e incluso vital de cara a la próxima legislatura a propósito de las reformas de alto calado que, dicen, está demandando el país. Acabáramos.
Convendría, antes de analizar el porqué de esas sobrevenidas urgencias, recordar que el Senado no ha sido noticia en los últimos años más allá de haber albergado una cumbre Iberoamericana, protagonizar la polémica sobre la construcción de su famosa piscina interior –que el que suscribe por mucho que la ha mirado sigue viendo como una majestuosa alberca tan inútil como su entorno– o ser sede de aquellas famosas conferencias de presidentes autonómicos en las que el resultado venía a ser el «speech» de cada jefe de gobierno regional en foro nacional, acompañados de toda una corte de periodistas locales y, eso sí, con el interrogante previo de manual a propósito de si acabarían acudiendo o no el lendakari o el presidente de la Generalitat.
El Senado, que ha tenido presidentes de un nivel muy por encima de lo demandado por la institución, como Laborda o el propio García Escudero, ha venido siendo para la prueba del algodón del interés periodístico como visitar El Escorial un día de diario por la mañana, salvadas las jornadas de sesión de control al Gobierno en las que la presencia de ministros o del propio presidente brindaba la posibilidad de declaraciones sobre temas de actualidad en los aledaños del hemiciclo. Ésa es la cruda realidad. Pues bien, ahora resulta que se convierte en institución clave para el devenir político del país, algo que tiene mucho que ver con situaciones como ésa con la que se dieron de bruces los grandes partidos tras el resultado electoral del 20-D. Frente al galimatías de distribución de fuerzas y sumas imposibles en el Congreso, la Cámara Alta sí mostraba una aritmética clara.
Existe además la constatación de algún otro elemento que podía ser secundario o no urgente hace unos años, pero que ahora sólo apunta a esta antes olvidada ventanilla como es la eventual suspensión de una autonomía –en pleno desafío soberanista catalán–, el veto al techo de gasto o la madre del cordero para quienes pretenden un giro de timón con mayúsculas como es la reforma de la Constitución. El «cementerio de elefantes» capta la atención de viejos y nuevos partidos y puede que la carambola llegue en forma de oportunidad. Sólo queda saber si con visión cortoplacista a cuatro años o con más altas miras a cuarenta.
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