Ángela Vallvey
Cíber
Lo del «inconsciente colectivo» fue un invento de Carl Gustav Jung. Nunca he sido gran entusiasta del psicoanálisis, más bien todo lo contrario, pero reconozco que siempre me ha gustado la idea de que existe una esencia que compartimos todos los seres humanos, hecha de símbolos enraizados más allá de la noche de los tiempos, que escapa a las leyes de la razón. Invariablemente, he imaginado el inconsciente colectivo sin atenerme de forma muy estricta a las descripciones jungianas. Tampoco hay que ponerse matemático con algo así. Lo suponía como un universo inabarcable plagado de mitos y de caos, de tinieblas biológicas y terrores primordiales. Un espacio infinito lleno de conocimientos, basura, deshechos del saber, deseos inconfesables, prejuicios e ignorancias, que sólo podría ser descrito de manera aproximada por un enfermo paranoide medicado en exceso. En ese lugar informe y secreto se expresarían a la vez las fantasías del héroe y los fuegos del dragón del mal. Fantaseaba con que era algo inaprensible e inmaterial. Pero tengo la impresión de que ha llegado el momento en que el inconsciente colectivo ha tomado cuerpo: se llama internet, el ciberespacio, un ciberinconsciente social. Si Jung levantara su testa y pusiera en marcha de nuevo las funciones trascendentes de su psique, si el viejo psiquiatra suizo resucitara y entrase en un locutorio de barrio, se sentiría perturbado con razón. Porque ahí está por fin plasmada su idea, la intuición de que la especie humana comparte una psique repleta de miedos ancestrales y entendimiento atávico. El mayor riesgo de ese ciberinconsciente colectivo que es internet es convertir la superchería en sabiduría canonizada por falta de voces de autoridad que separen, entre el ingente tráfico de elementos que lo componen, la verdad de la mentira, la información del engaño, el prestigio del descrédito y la difamación...
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