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La Razón
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La apisonadora cumple con su hoja de ruta. El presidente habló el primer día de campaña de violadores y narcos, «malos hombres» que cruzan el Río Grande para rebañarle el pescuezo a las niñas de cabellos dorados y los honrados contribuyentes. Como buen jeta, azuzó el miedo al otro. En un país con once millones de indocumentados, la clase trabajadora, empobrecida, busca chivos para ofrendar en las pirámides del sol y la luna. Quién sabe si arrancándoles el corazón no volverán las lluvias. Trump, que no es un brujo maya y tampoco sabe leer el cielo nocturno, habla de cumplir las leyes y agita fantasmas. Es cierto que son once millones y que su situación es, sí, ilegal, pero los atributos son falsos. Ni la violencia rampante que les atribuye ni el relato de unos chupócteros entubados a la caridad estatal se corresponden con las estadísticas oficiales. De California a Nueva York los ilegales delinquen menos, datos del FBI, que los ciudadanos con papeles. Recogen fresas, cocinan tacos, cuidan a los niños de las señoras que hacen footing en Central Park, pagan impuestos y cotizan en balde a la seguridad social, en la esperanza de que los legalicen algún día y puedan reclamar sus contribuciones. Obama, que expulsó nada menos que a dos millones de personas, concluyó que era más razonable centrarse en los indocumentados que cometieran delitos graves. Sólo ellos, y los que fueran sorprendidos durante sus primeros catorce días en suelo estadounidense, o cerca de la frontera, fueron objeto del tratamiento exprés. Al resto, a los niños, a las familias, a los trabajadores, a los propietarios de negocios, dejó de considerarlos en situación de tránsito: para echarlos necesitabas acudir a los tribunales y explicar el caso ante un juez. Con las nuevas directrices cualquier inmigrante, con independencia de su situación, haya o no cometido un delito, o una infracción, pierde sus derechos constitucionales y podría ser deportado. Queda al albur de los agentes de fronteras, la migra y hasta los policías y sheriffs locales decidir quién tiene aspecto de peligroso para arrojarlo al otro lado de la cerca sin consultar a abogados ni rendir cuentas ante los tribunales. Y menos mal que deja fuera a los que llegaron a EEUU siendo unos niños, protegidos por Obama, aunque no a sus padres, tíos o abuelos. ¿El resultado? No hay dinero para echarlos a todos. Como mucho a la décima parte. El porcentaje de expulsiones será similar al de los últimos ocho años. Pero se multiplicarán las redadas y crecerá el miedo. El pánico a que después de abrir una panadería, comprar un coche, apoquinar los tributos municipales y estatales, alquilar una vivienda y hacer donativos a una iglesia, una mañana, mientras recoges los pedidos, te pidan los papeles y «Sayonara, baby». Los demagogos hablarán de la ley y el país sufrirá una terrible acometida contra uno de sus principales rotores morales y económicos. El triunfo del nativismo, la sacralización de la demagogia. Los angustiosos versos de Manu Chao, más vigentes que nunca.