Julián Redondo
Coma inducido
A partir de los 40, la presbicia, que no es una maldición ni una rémora prescrita por los ópticos del mundo, unidos. Es ley de vida; paso del ecuador donde el cénit y el ocaso confluyen y establecen el relevo inaplazable. Cuesta abajo, aunque suban el colesterol y el ácido úrico. Entran en escena las pastillas para mantener el equilibrio del organismo que, sin embargo, sufre un deterioro progresivo que no admite réplicas. O sea, hasta que el cuerpo aguante. El de Di Stéfano ha cumplido 88 años. Hace un lustro fue agachándose y el bastón cedió el paso a la silla de ruedas. Ahora está postrado en una cama y todo el mundo se acuerda de él más que él de sí mismo.
El personaje, cuando lo es, termina por absorber a la persona que, una vez iniciado el ocaso, aumenta su leyenda en proporción inversa al ascenso del colesterol y del ácido úrico. Es otra forma de derrotar a los achaques, convertirse en inmortal. Y se vive con ello. Y con las pastillas. Es posible que durante el coma inducido en que se encuentra Di Stéfano, su mente, antes vivaz, ahora adormilada, esté repasando pasajes inolvidables de una existencia plena. Hay pacientes que no pierden la consciencia del todo y cuando despiertan tienen vagos recuerdos de ese tiempo en que los médicos decidieron provocarles la pérdida de conciencia para que el cerebro no sufriera trastornos irreparables. ¿En qué estará pensando Di Stéfano ahora que todo el mundo piensa en él? Quizá en la calidad de vida perdida o en que tal vez no merezca la pena someter al organismo a ese desgaste atroz, porque la vida ya no es vida.
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