José María Marco

Combinar conservador y liberal

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Margaret Thatcher fue una de esas inglesas, o ingleses, de los que ya empiezan a no quedar tantos. Conoció la dureza de la vida en la guerra y en la postguerra. Sufridos, trabajadores, con sentido de la dignidad y del patriotismo, de una entereza a prueba de cualquier circunstancia por penosa que fuera, la generación a la que perteneció Thatcher sacó adelante su país. No estaba contenta con eso, sin embargo. En Thatcher cuajó pronto la idea de que Gran Bretaña se merecía algo más que una economía socializada, intervenida, asfixiada por un Estado de bienestar que entró en quiebra en los años 70, al mismo tiempo que entraban también en quiebra la sociedad autoritaria que lo sostenía. Siempre se olvida, y siempre de forma interesada, pero Margaret Thatcher no miraba hacia atrás. Miraba hacia delante: hacia una sociedad más libre, con personas, y en particular mujeres, mujeres capaces de tomar sus propias decisiones, sin burócratas estatales que les impusieran lo que tenían que hacer. De hecho, esos burócratas habían llevado a Gran Bretaña –y al resto de la Europa occidental– a la ruina. Entonces, en 1979, fue cuando Thatcher llegó al poder.

Lo hizo como un vendaval de aire fresco. Traía algo que muchos británicos habían dejado incluso de imaginar: la capacidad de iniciativa, la compra de una casa, el ahorro privado, la autonomía, la posibilidad de cumplir un proyecto propio. La libertad tenía entonces los mismos enemigos que tuvo antes y que tiene ahora. Thatcher fue acusada de olvidarse de los desfavorecidos, de servir a los poderosos, de aumentar las desigualdades. La leyenda continúa hoy en día, urdida una y otra vez por los que siempre quieren mantener bajo su control a los demás. Fue exactamente al revés. Thatcher en Gran Bretaña y Reagan en Estados Unidos dieron lugar a una era de prosperidad y de aumento general de la riqueza como pocas veces se había conocido en el siglo XX. Todos, incluidos los que ahora se quejan, son herederos de la prosperidad generada en esos años, sin la cual es inconcebible la mayor parte de lo que en estos años, y ahora mismo, seguimos disfrutando: muy en particular, el tan traído y llevado Estado de bienestar.

Ese fue el sentido político, económico y cultural de sus años en Downing Street, entre 1979 y 1990. Thatcher hizo comprender a sus compatriotas, y al resto del mundo occidental, que el socialismo no sólo no era la única política posible, sino que era de las peores, de las que garantizan el empobrecimiento general, la carestía y la falta de oportunidades. Se habla de Thatcher como de una mujer conservadora, y con razón: apreciaba la virtud moral, los principios, el esfuerzo, la franqueza y la valentía. A partir de ahí, sin embargo, Thatcher recuperó el antiguo liberalismo perdido para Occidente desde 1900. Con él llegó una nueva confianza en el ser humano y en su capacidad.

Fue esto lo que hizo de Margaret Thatcher una de las grandes protagonistas del colapso del comunismo entre 1989 y 1991. Entonces los regímenes soviéticos no resistieron el descrédito general del socialismo, ni la competencia con la creatividad y la invención de las economías libres y de las democracias liberales. Sin ese impulso primero, que hoy parece desgraciadamente perdido, el comunismo habría seguido siendo un destino fatídico para centenares de millones de personas.

Thatcher supo canalizar este impulso de libertad hacia la grandeza de su país. En su juventud, Gran Bretaña dejó de ser la gran potencia que fue una vez. Thatcher supo restaurar el orgullo herido con una acción exterior enérgica cuando hizo falta, como ocurrió con las Islas Malvinas, que trajo la caída de la siniestra Junta Militar argentina. De la misma raíz surge la voluntad de preservar la singularidad inglesa en la nueva configuración de lo que acabaría siendo la Unión Europea. Margaret Thatcher veía en la Unión la disolución de la identidad nacional y una nueva amenaza de orden socialista. Era lo último que quería para su país, después del desastre de los años 70 y su batalla con los sindicatos, las regulaciones y los prejuicios.

Cuando se escriba de verdad la historia del siglo XX, habrá una larga línea que unirá el fin del autoritarismo en los años 60 y 70, la era de la liberalización de los ochenta, el colapso del socialismo en los 90 y la globalización a principios del siglo XXI. El nombre de Margaret Thatcher brillará en esta secuencia con luz propia. En términos políticos más prácticos, las generaciones que vienen habrán de reinventar una y otra vez la fórmula con la que Thatcher, con tanta personalidad y tanta originalidad, supo combinar conservadurismo y libertad.